Buscar este blog

viernes, 4 de marzo de 2011

Caretas. (En Hoy por Hoy León, 4 de marzo de 2011)

Me llegaba este martes por correo electrónico una cartel improvisado anunciando la zafarronada de Riello, que tendrá lugar mañana día 5. Una fiesta que empieza a las siete de la tarde con la salida de los zafarrones y el encendido de la hoguera y que sigue después con cena, baile de disfraces y chocolate. Me detengo en la foto del zafarrón, vestido con pieles que le cubren un blusón y unos pantalones blancos, calzado con unas botas recubiertas también por pieles que hablan del origen del disfraz, un disfraz que se culmina con una máscara que elimina la identidad del disfrazado. Armados de antorchas y cencerros que hacen sonar con sus movimientos, los zafarrones volverán a correr por las calles de Riello, manteniendo viva la tradición del antruejo.



La pervivencia de este antruejo y de otros que todavía siguen vivos en la provincia como el de Llamas de la Ribera, con sus guirrios y madamas, es casi un milagro frente a la omnipresencia del carnaval–samba, esta moderna idea de la celebración del carnaval como espectáculo, desfile de comparsas más o menos emplumadas que despliegan sus coreografías al ritmo de músicas caribeñas. Hemos hecho del carnaval una procesión, un desfile. Una liturgia pagana en la que unos ofician - quienes desfilan-, y otros, muertos de frío, contemplan agolpados en las aceras, en una actitud que podríamos acuñar bajo un término contradictorio: la participación pasiva. Cada vez somos más y en más cosas los que nos alistamos en esta legión de participantes pasivos. 

Entiendo que esta fiesta del carnaval se asocia con la careta. Hay unos disfraces que esconden y otros que muestran. Precisamente el sentido ritual de la máscara tiene que ver con dos aspectos: por un lado la transgresión, el hacerse pasar por algo que no se es, la liberación de los sistemas de control que nos mantienen en las reglas de la vida social más o menos correcta y, por otro, la conexión directa con el no ser, la desaparición. Esas máscaras inexpresivas de los zafarrones omañeses enseñan esta otra vuelta de tuerca de la careta, la desaparición. Por eso estas figuras envueltas en fuego y ruido tienen un aire fantasmal.

Si la persona es la máscara, tapar el rostro con una careta es desfigurarse, desaparecer. Curioso que en el carnaval–samba no haya caretas, sino que, al revés, los disfraces se piensen para realzar la presencia del que participa, se le da protagonismo, se establecen premios, premios que tienen que estar unidos a personas ganadoras. En el carnaval más tradicional esto no tiene ningún sentido. El antruejo no conoce ganadores. En el antruejo, la persona, la careta que siempre llevamos puesta, se oculta bajo una máscara inexpresiva o una máscara grotescamente antropomórfica que habla de la desaparición de la auténtica personalidad.



Un asunto diferente es el carnaval de La Bañeza, que este año está de enhorabuena por su declaración de interés turístico nacional. Hay allí una mezcla de todas estas cosas en la que, aunque está cada vez más presente el carnaval tipo Río, la tradición del viejo carnaval sigue en estado puro, alimentada por quienes agarran ropa vieja de un baúl, se ponen un trapo en la cara o una sencilla careta y salen a la calle para poder no ser nadie durante unas horas, sentir el alivio, por un tiempo, de dejar de ser quienes son.

Y es que es demasiado duro ser uno quien es todo el tiempo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario