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sábado, 29 de octubre de 2011

Quinientas veinte mil razones. (En Hoy por Hoy León, 28 de octubre de 2.011)

Se me ocurren quinientas veinte mil razones para no hablar del tema de la semana, porque parece que ya está dicho casi todo y porque parece que, en cada minuto, nuevos acontecimientos dejan obsoletas las informaciones de la última hora. Así es que, como me resulta imposible estar al día, permítanme la frivolidad de no hablar hoy del tema de la semana.

Más allá de las palabras gruesas de amigos y enemigos, más allá de las descalificaciones morales o de la sutil distinción entre deontología y legalidad, siento que hay vientos del pueblo que barren con su soplo todos los argumentos que se pudieran intentar para justificar lo injustificable. Ya sé que no siempre el clamor popular es sinónimo de verdad incontestable. Tenemos ejemplos en la historia de cómo las masas han sido manipuladas con una finalidad abyecta, guardamos en nuestra memoria ejemplos sobrados de juicios populares que acabaron con el honor de personas que resultaron inocentes. No siempre el consenso social responde a una verdad absoluta, si bien es cierto que, cuando al socaire de las críticas las personas criticadas hacen gestos que pretenden ser exculpatorios, no hacen otra cosa que poner de manifiesto su sobrevenido sentimiento de culpabilidad.

Si es legítimo, si no es inmoral, si le corresponde, ¿por qué anuncia ahora que renunciaría a su sueldo de diputado si fuese elegido? Algo huele a podrido en Dinamarca, que diría aquel príncipe. La mujer del César no sólo debe de ser honrada, sino que debe parecerlo. Y no vale tratar de acallar el murmullo del pueblo con gestos sobrevenidos. Es infantil pensar que algo así pudiera servir para restañar la hemorragia de comentarios, el río de tinta de las críticas. Pero el daño, permítanme la irreverencia, no están en los quinientos veinte mil. El daño está en la ligereza con la que se dispara la pólvora del Rey. Reconozco que es muy humano dejarse llevar por el siroco de las cifras, que cuando se está en puestos en los que los presupuestos tienen muchos ceros, se pierde la perspectiva del valor real de las cosas y uno puede llegar a pensar que realmente le corresponde lo que a nadie corresponde. Y el daño, decía, está no en que alguien se embolse una indemnización más o menos desmesurada, sino que gestionar lo de todos se convierta en apagar disputas, devolver favores, inventar privilegios, equilibrar influencias, sin sentir ni una décima de segundo el peso de la responsabilidad de estar decidiendo sobre los derechos de miles de personas. ¡Qué fácil es decidir indemnizaciones millonarias con el dinero de todos! Me gustaría saber si en algún consejo de administración los accionistas pondrían en la lista de prejubilaciones a los trabajadores en excedencia que no les estuvieran costando ni un duro a su empresa.

Y eso que yo no quería hablar del tema de la semana, porque me había comprometido con una Asociación de Vecinos para hablar del recorte en las subvenciones. Ya ven lo que les decía de los ceros: unos reciben dos mil setecientos euros y otros, bueno, dividan quinientos veinte mil entre dos mil setecientos, a ver cuánto les sale.

viernes, 21 de octubre de 2011

Arder. (En Hoy por Hoy León, 21 de octubre de 2011)

         Uno no sabe lo que es el fuego hasta que se ve a los pies de un incendio. Cuando en el verano nos llegan  las noticias de la devastación por las llamas de los montes gallegos o catalanes, a los que escuchamos la radio desde la confortable seguridad de la hamaca de la distancia nos suena a tragedia lejana y vemos en los telediarios las imágenes terroríficas de las llamaradas, las intrépidas maniobras de los aviones o el implacable despliegue de los helicópteros como un espectáculo, un espectáculo dantesco, sí, pero un espectáculo ajeno. Se me ocurre que, en general, y debe tratarse de algún mecanismo biológico de supervivencia, observamos las tragedias ajenas con la suficiente distancia como para no empatizar. Siempre vemos lo que le pasa a los otros desde la curiosidad. Por eso disminuimos la velocidad cuando pasamos al lado de un accidente en la carretera y giramos la cabeza un poco para tratar de ver algo por la ventanilla. Por eso, alrededor de una ambulancia que se detiene en la calle para atender a alguien, siempre se forma un corro de observadores. La tragedia de los otros parece que refuerza nuestra buena estrella, hasta que somos nosotros el punto de atención.
        
         El miércoles se veía con claridad desde León la columna de humo de un incendio que teñía las nubes de primera hora de la tarde del extraño color de la ceniza, adelantando la hora del atardecer. Luego el cielo se despejó rápidamente y los helicópteros extinguieron el incendio en un santiamén, pero tuvimos más cerca la tragedia y a mí me vinieron a la cabeza recuerdos de algún verano en Galicia, cortando acacias a toda velocidad para poder hacer un improvisado cortafuegos frente a la casa que había que proteger de la llegada del incendio, esperando las llamas, escuchando el ruido de fondo de su fragor, su implacable avance. Enfrentando el fuego con las escasas armas de que disponíamos, cuando finalmente se presentó. Hasta que llegaron las brigadas de extinción y lo apagaron. Y después, durante días, todavía había que enfriar el suelo, una tierra yerma que seguía ardiendo por dentro.

         He visto desaparecer bosques enteros entre las llamas y después cargar camiones de madera con sus restos; he visto montes calcinados que después se cubrieron de forraje muy bien aprovechado por los ganaderos de la zona; he visto arder fuegos que empezaban una y otra vez en focos diferentes. Oigo ayer en las noticias que el responsable de incendios de la Xunta de Galicia se había ido a Madrid a ver el fútbol en el peor momento de la batalla, oigo también a los sindicatos que critican aquí la política de recortes de la Junta en la campaña de incendios de esta temporada y la precaria situación en que se encuentra el operativo contra incendios. Me suena todo a demasiado conocido, salvo que hay que poner nombre y apellidos a la tragedia: Aitor Lastra, de veintisiete años, que perdió la vida luchando contra el incendio de Molinaferrera. Visto y oído. Junto a la muerte de Aitor, los contumaces hechos y las huecas palabras. Y también la irreparable degradación del monte, eso que nos arrebatan a todos quienes prenden la mecha cuando el fuego es intencionado, porque ahora quedará la tierra quemada a merced del agua del otoño, si es que por fin llega. Un agua que lo lavará todo y arrastrará consigo el suelo, dejándonos solos con las piedras. 

jueves, 20 de octubre de 2011

Un mundo sin móvil. (En Hoy por Hoy León, 14 de octubre de 2011)

Hubo un tiempo en el que vivíamos sin teléfonos móviles. Parece mentira, pero es verdad y resulta sorprendente cuando uno se para a pensar el poco tiempo que hace que se inventaron. Parece increíble que en aquella edad de piedra de la tecnología en la que nadie tenía móvil pudiéramos dar recados, resolver una avería en el coche en plena carretera, quedar con los amigos, llamar a una ambulancia, felicitarle las fiestas a las tías de Argentina. Y es impresionante ser conscientes de que tampoco hace tanto de eso. Y siendo así, ¿cómo hemos podido sobrevivir estos días sin BlackBerry? Nos hacemos esclavos de nuestros propios juegos, de manera que el juego mismo termina quedando por encima del propio jugador. La caprichosa dependencia que se está generando de forma masiva entre determinado grupo de jóvenes de clase media y media-alta, aferrados a sus BBs como insignia de un modo de vida, conduce a una situación de este estilo, una corriente de opinión que coloca al objeto a pocos pasos de lo que podríamos calificar de loca idolatría. ¿Quien no necesita una BlackBerry en estos tiempos tan agitados que nos toca contemplar? Vale decir que todos y que ninguno. Por cierto que, como es evidente, hablo de esta marca por la semanita que nos han dado, pero valdría cualquier otra. Y asusta pensar que la caída del servicio haya sido por causa de los recortes en la empresa. Su dueño dice que no es el caso, habrá que creer ciegamente en lo que dice.

         ¿Y cómo sería hoy un mundo sin móvil? Imposible pensarlo. Cuando sucede algo y se hace real, ya no tiene vuelta atrás. La humanidad conoce el teléfono móvil, y ya nada puede ser igual que cuando no existía, por mucho que alguien pudiera realizar la indeseable e ingente tarea de destruir toda la red de telefonía móvil. Me parece que, un poco, esa ha sido con León la filosofía de Zapatero, la idea de que, si hay un proyecto que se pone en marcha, aunque solo sea en el papel, ya existe, y en la medida que existe es imparable su acción transformadora. La última ha sido la del Instituto Confucio, una realidad que ya está en marcha y que no se convertirá en ningún cuento chino. Sobre la polémica de su inauguración dentro del plazo en el que la ley electoral prevé que no puede haber inauguraciones, poco se puede decir, salvo hacer una reverencia al Alcalde de León, quien generosamente empezó su discurso agradeciendo al César lo que es del César, algo que dice mucho en su favor y lo coloca en un puesto de privilegio en esto de dar al César lo que es del César.

         ¿Y cómo habría sido sin móviles el día de ayer para algunos políticos del PP? Lo digo por aquellos a quienes les sonó el teléfono por la tarde, ya fuese para ratificar su presencia en los puestos que interesan de la candidatura o para lamentar una ausencia imperdonable. Hubiera sido triste que no se les hubiese podido avisar y que anduviesen por entre la gente haciendo campaña para otros, -bueno, no, campaña no, que todavía no se puede- sin saber que serían ellos los candidatos o al revés, empeñándose en conseguir un voto que el vecino nunca podría depositar en una urna. Es igual, lo que cuenta es que de cara al 20N ya están las cartas sobre la mesa y se ve cual es el resultado que los dos principales partidos esperan. Lo habrán calculado en la BlackBerry.

lunes, 10 de octubre de 2011

Espacios Vacíos. (En Hoy por Hoy León, 7 de octubre de 2011)

 Es como cuando en el teatro se apaga la última candileja y ya sólo queda encendida la bombilla que señala la puerta por la que salen los maquinistas. La magia del escenario se deshace con un fundido en negro y el brillo del espectáculo se aplaza hasta la próxima función. Algo así ha sucedido en la ciudad al apagarse los focos de la fiesta. De un día para otro, todo lo que era bullicio y gozo ha desaparecido. La carroza ha vuelto a su ser calabaza, dejándonos un jueves de atascos, rutinas y hasta mal humor. Ayer bien temprano, los trabajadores de la empresa que se ocupa de la limpieza terminaban sus tareas, dejando las calles del centro como cualquier otro jueves del año, eliminando pulcramente cualquier vestigio de la celebración. Tenía la impresión de atravesar un desierto, al pasar por las calles que horas antes habían estado repletas de gente en un día de San Froilán encendido de sol y temperaturas veraniegas. Pensé en el centro como un espacio vacío, un gran escenario desnudo. Y ahí fue cuando me dio por pensar en la gran cantidad de espacios vacíos que hay en la ciudad y no hablo ya de los pisos o chalets que se han quedado sin vender o a medio construir. Hablo por ejemplo del edificio de Eras que ahora se intenta rentabilizar albergando a empresas privadas, o los bajos del Reino de León, o el campo de fútbol mismo, que le cuesta al Ayuntamiento un buen dinero para que pueda jugar en él un equipo de tercera que sólo arrastra consigo a un puñado de seguidores. ¿Y qué me dicen de la CIA de Armunia? Un edificio que se inauguró hace poco con aires de grandeza, anunciando, bajo tan sonoro nombre – ese nombre de sabor a espía y a sofisticación – que sería sede de al menos cinco organismos oficiales. Ya no queda nada allí del proyecto inicial, apenas hay ahora un edificio vacío que alberga, según tengo entendido, a la Asociación de Autismo de León, la Asociación Belenista y al Club de Fútbol de Antibióticos y me imagino que habrá más asociaciones o entidades que aprovecharán el edificio para darle un buen uso, pero ¿qué queda de aquello que se nos presentó en un folleto con el eslogan “nos acercamos a tí”? La CIA ha dejado de ser lo que era y ya parece más la TIA de Mortadelo.

Espacios vacíos nos rodean por todas partes. Señalo como muestra la Biblioteca de la Casa de Cultura de Armunia que lleva cerrada dos años y ha dejado de prestar el servicio que hacía especialmente a personas que querían participar en las actividades de la Casa de Cultura y que necesitaban que sus hijos estuviesen cuidados ese rato en el que ellos hacían un curso de pintura, preparaban una obra de teatro o aprendían yoga en el gimnasio.

Pero hablábamos del día ese de después de la fiestas como un día difícil de encarar. De hecho así fue, que ayer tuve contratiempos de todas clases y colores y muchas de las personas con las que hablé me decían que se sentían raras, a disgusto, de mal humor. Unos lo achacaban a la falta de lluvia, que electrifica el ambiente, otros decían que es la resaca de las fiestas. El hecho es que la mayoría se quejaba o mostraba su malestar o reconocía que las cosas no le habían salido bien. Ese día de ayer, todo parecía empedrado de pequeños tropiezos. Les cuento que hubo a quien se le cayó un tornillo de los implantes dentales. Antiguamente la gente perdía los tornillos de la cabeza, pero ahora se nos caen de la boca. Se ve que hablamos más que pensamos.

sábado, 1 de octubre de 2011

Envolviendo gominolas en azúcar. (En Hoy por Hoy León, 30 de septiembre de 2011)

Cuando veo los estandartes medievales decorando el cielo del entorno de San Isidoro y los Jardines del Cid porque se acerca San Froilán, me viene a la memoria el sabor de unas gominolas que en cierta ocasión me había comprado una de mis hijas en el Mercado Medieval. Venían las gominolas manoseadas y estrujadas, habían perdido el azúcar y tenían un aspecto imposible, pero, como yo no había podido ir a la fiesta porque tenía que trabajar, ella quiso traerme un pequeño regalo. No tuve más remedio que comérmelas.

         Hoy he recordado aquel episodio porque ya están las banderolas ondeando, ya se abre mañana el mercado y ya está la ciudad entrando en el aire de la fiesta, quizá la fiesta más genuina de las que se celebran, por estar enraizada en las tradiciones más puramente leonesas, pero sobre todo me he acordado de las gominolas porque ayer por la tarde, hablando por teléfono con una compañera, me dijo que estaba recuperando gominolas para sus niñas. Unas gominolas que se habían quedado olvidadas en una bolsa, estaban siendo recompuestas con un baño de azúcar. Es una imagen de lo que nos toca vivir. Hay que cuidar todos los recursos, hasta el más nimio y pensar en todas sus posibilidades. Viejas gominolas olvidadas, se recuperan con un toque de imaginación.

         Parece envuelto en azúcar el programa de las fiestas que recuerda los típicos programas de las fiestas de los pueblos, repletos de publicidad. Nunca había visto tantos anuncios, y tan variados, en el programa oficial de fiestas. Ahí estaba la gominola, que en principio parecía difícil de masticar por la falta de recursos del ayuntamiento, reconvertida en una apetecible golosina. También por dentro el azúcar envuelve los eventos, la feria de la cerámica, el mercado, la fiesta de la morcilla, los tradicionales festejos del domingo, una vieja gominola que debe ser envuelta en mucha azúcar, quizá por eso se incluyan en el programa como si fueran eventos programados para estas fiestas los conciertos del Festival de Órgano, la programación de Suena el Templete o la del Auditorio. Como novedad, unos golpes de angostura: el primer campeonato de coctelería “San Froilán”.

         Hace falta mucha azúcar para tragarse este duro otoño que enfrentamos, cierto, aunque peor es al revés. Peor es para quienes tuvieron azúcar en los labios y ahora se ven obligados a masticar la parte más amarga de la vida. Pienso en el caso concreto de Fátima, una muchacha que vino de Marruecos hace unos años para conocer una forma de vivir con la que nunca había soñado, una vida nueva en la que tuvo oportunidades para desarrollarse libremente como una persona igual a todas las demás. Ahora, una vez que ha cumplido cierta edad, su familia la ha entregado a un matrimonio convenido, una decisión que escapa a su voluntad y que la ha devuelto a una realidad imposible de masticar. Me produce una tristeza enorme esta historia y no creo que haya azúcar bastante en el mundo para envolverla.