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viernes, 27 de enero de 2012

La Clac. (En Hoy por Hoy León, 27 de enero de 2012)

         En mis tiempos de universitario todavía existía en los teatros de Madrid la posibilidad de conseguir lo que se llamaban “entradas de clac”. Como andaba sin un duro, y tengo desde pequeño enredado en las venas el veneno del teatro, me dejaba caer por los bares cercanos a los teatros en los que se conseguían unos tickets para comprar entradas con un considerable descuento. En algunas salas, y para determinadas funciones, el descuento podía llegar hasta el cincuenta por ciento.

         La contrapartida teórica, porque realmente a mí nunca nadie me exigió que lo hiciera, era aplaudir en un determinado “mutis”, en cierta caída de telón, al terminar un monólogo concreto. Es curioso cómo, saber que formabas parte de la clac, ya te obligaba a aplaudir el espectáculo, aunque había algún compañero que se negaba. Me viene a la memoria Santos Arenas, un gallego de Coruña, más gallego que la Plaza de María Pita, que se negaba a aplaudir en las obras de teatro. No lo hacía nunca. Decía que los actores estaban haciendo su trabajo y que a nadie se le aplaude por hacer su trabajo. Me decía con mucha sorna. “Tú imagínate que va un fontanero a tu casa a arreglarte un grifo, y va y te lo arregla muy bien. Así es que tú entras en la cocina y te pones de pie y le gritas “bravo, señor fontanero, bravo, magnífico arreglo de grifo”. Entonces te dice, si lo quieres sin factura son cinco mil; con factura tengo que hacer cálculos, porque te tengo que poner el IVA y el desplazamiento”. Así es que Santos formaba parte de la clac, pero no aplaudía. En el fondo era un pequeño estafador, porque, cuando se le da algo a alguien, se espera de uno que a cambio haga lo que se le pide: si te dan las entradas más baratas para ir al teatro porque eres alabardero, estás obligado a aplaudir.

         Es el asunto del bolso. El mismo portavoz de la Diputación lo dice. Lo justo sería subirle el sueldo a la secretaria a la que se regalaron bolso y camiseta, pero como no se puede… Tal y como lo vería mi amigo Santos, si no se puede, señores, no se puede. Hacerle un regalo a alguien por cumplir con su obligación es como aplaudir al fontanero que te acaba de arreglar el grifo. Que tampoco se me ocurre regalarle un foulard al del taller cada vez que le cambia el aceite al coche sin dejarlo por debajo del nivel, ni un foulard, ni una caja de Farias.

         Esa cultura del regalo, el jamón, la caja de puros, el estuche de botellas de vino, es una herencia de un modo paternalista de entender las relaciones. Se enmarca, por un lado, en la tradición de la reverencia a los que detentan el conocimiento en una sociedad mayoritariamente inculta: se regalaba a los médicos, a los maestros, al cura, los sacerdotes del saber. Se regalaba como un modo de copago, a veces como modo único de pago. Saben mucho de eso los médicos rurales, que todavía estoy seguro que tienen que aceptar regalos de algunos pacientes que, si no regalan, no se quedan tranquilos. 


          Y, por otro lado, se trata de compensar el sobresfuerzo, la lealtad al jefe, quizá de contribuir a la solidez de los vínculos de obediencia. Aunque en esto de la política, ¿quién sabe?, si hasta se dice que en el PP leonés tienen muy claro por donde les silban las balas y dicen que igual disparan desde dentro.

viernes, 20 de enero de 2012

Enfermedades de Civilización. (En Hoy por Hoy León, 20 de enero de 2012)

El amigo Paco Alonso, ya saben, arquitecto experto en bioconstrucción, redactor y editor del Calendario San Jorge de Agricultura y de Construcción para León, defendía este martes que vivimos acechados por enfermedades de civilización. Habló mucho de ese concepto, aunque no lo usaba en el sentido en el que la literatura médica habla de las enfermedades de la civilización, quizá por eso quitaba el artículo.

Las enfermedades de la civilización son, según las definen algunos médicos, una serie de enfermedades propias de los países industrializados, consecuencia de nuestras actuales condiciones de vida  y el aumento de la longevidad, por eso se conocen también como enfermedades del estilo de vida. Ya saben de qué les estoy hablando, la obesidad, los trastornos del estado de ánimo, el aumento de las alergias y un largo etcétera. Pero, o yo le entendí mal, o me pareció que Paco no hablaba de las enfermedades que se extienden con más fuerza como consecuencia de la civilización, sino que hablaba del mal intrínseco a la civilización misma, la enfermedad de la propia civilización. Él hablaba de lo suyo, claro, y miraba algunos edificios de la calle Independencia, los señalaba y subrayaba la fealdad de las formas, lo carcelario de las estructuras, lo desnaturalizado de los materiales empleados. Decía, señalando una farola enorme que se abrazaba a la pared al lado de una ventana, que cómo podía esperarse que estuviera sana una persona que durmiese con la cabeza pegada a semejante artilugio. “Lo hemos hecho fatal. Rematadamente mal”, decía una y otra vez. Y hablaba de retirarse a su huerto de San Esteban de Nogales y dedicarse a la vida sencilla de la agricultura en una especie de autoabastecimiento autárquico. 

Quizá tenga razón el amigo Paco. Quizá nos hayamos enloquecido hasta el paroxismo en su sentido más literal de exacerbación de la enfermedad. Pero, una vez aquí, ¿qué hacemos? ¿Qué podemos hacer los que no tenemos huerto? ¿Cómo salimos de la caja de cemento los que solo tenemos, pongamos por caso, un piso de alquiler en el Crucero? Es difícil liberarse, difícil y posiblemente caro, fuera del alcance de la mayoría. 

La civilización está podrida, enferma, casi podríamos decir que desahuciada. Tenemos pruebas a diestra y siniestra, baste como botón de muestra el juicio estrella de esta semana en el que por interés de los corruptos se juzga a quien persiguió la corrupción. Debe protegerse el derecho de defensa, dicen. Y tendrán razón, aunque a mí me cuesta mucho entender que en Castellón haya institutos que no tienen para calefacción y exista un aeropuerto sin aviones. Cierto que lo que más me cuesta entender es que quienes impulsaron semejantes disloques, más allá de los trajes, los relojes y los bolsos, hayan ganado una y otra vez las elecciones.

Por cierto que colegios con problemas para hacer frente a los gastos corrientes los hay en todos lados, no solo en provincias que terminen en “ón”. Otro ejemplo de lo enfermos que estamos: hicimos instituciones monstruosas para atender lo básico y ahora resulta que no hay comida bastante para alimentar al monstruo y tenemos que recortar. Según el calendario San Jorge, a partir de hoy estamos en luna ascendente, un buen momento para limpiar vegetación adventicia o plantas y raíces no deseadas. Vamos, para ir quitando lo que sobra.

viernes, 13 de enero de 2012

Por el Olor. (En Hoy por Hoy León, 13 de enero de 2012)

         Lo bueno de este catarrazo, que no me quito ni a bofetadas, es que el asunto de la peste me está afectando poco. Lo traigo a la cabecera del comentario no porque me haya molestado a mí, que tal y como estoy no crean que me da mucho para sufrir los olores, sino porque creo que es indicativo de cómo los problemas reales e inmediatos unifican la opinión pública. Lo hemos visto en muchas otras ocasiones con acontecimientos desgraciadamente más dramáticos -un terremoto, un asesinato, un accidente- en los que la gravedad del hecho obliga a que no se hable de otra cosa. También pasa con los grandes acontecimientos deportivos o los grandes “culebrones” de la vida política, aunque ahí el seguimiento es más dispar.

         Me encanta que esto del hedor sea trending topic en la peluquería, que sea el tema recurrente de las tertulias del café, que esté en los medios de comunicación a todas horas y que la gente lo comente con cualquiera antes incluso de acudir al asunto del tiempo como tema salvador para romper el silencio del ascensor. “Pues ayer olía como a abono de cerdos”, dice uno. “Qué va, qué va, lo que huele es a nitrato”, le contesta el vecino con el que coincide todas las mañanas y con el que nunca había cruzado más que un obligado “buenos días”. Y aquí ya entramos en la discusión eterna de los distintos paladares, que parece que hay algunos que tienen un olfato más fino que el mejor sommelier importado de la Francia y cuando se ponen a oler, aunque sea esa peste que se huele, son capaces de distinguir el aroma de la pestilencia con la precisión de un sabueso cazador.

         Que algo huele a podrido ya lo habíamos dicho. Lo que no sabíamos es que las metáforas se pudieran materializar de un modo tan nauseabundo y que la noticia del hedor hubiera corrido tan rápido por medio mundo. De todos modos es un alivio que ya se haya encontrado el origen del mal, porque hubiera sido una broma de muy mal gusto que efectivamente se tratase de un ataque en plan Anonymous, porque ya se encarga el gobierno de que sea la clase media la que pague por narices la factura de la crisis, de manera que no necesitamos que nadie venga a hacernos sufrir por las narices, y cito creo que textual, “la podredumbre de la clase política que nos gobierna”. De verdad que es un chiste demasiado obvio y de dudoso gusto.

         Antes de que se hubieran localizado las cincuenta toneladas de boñigas causantes del faltal aroma, me dio por pensar en las causas del olor, y descartada la idea de que fuera un ataque antisistema, me atreví a aventurar una hipótesis al margen de las que sesudamente algún medio de comunicación aportó en su día como posibles causas del hedor, a saber, la descomposición, la falta de lluvias y de viento y el contraste de temperaturas. Pensaba yo que lo que había ocurrido es que, como este año han caído tanto las ventas por navidad, se han quedado sin vender litros y litros de colonias y perfumes y lo que pasa es que siempre hemos olido así y como no hemos tenido colonias para disfrazarlo, nos da más en la nariz. En cualquier caso,  pasará en cuanto llueva. Que llueva pronto y que a los causantes de este pequeño desastre, si es que han cometido alguna irregularidad, que no lo parece, les hagan pasar seis horas al día en la sección de perfumes de unos grandes almacenes. Peste con peste se paga.