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viernes, 17 de febrero de 2012

Antruejo. (En Hoy por Hoy León, 17 de febrero de 2012)

Hay un disfraz que oportunamente nos vestimos cada mañana para saltar a la vida. Ese disfraz lo vamos llenando de tópicos sobre nosotros mismos, pequeñas exageraciones, como la  del que ya no se ve sin un pañuelo en el bolsillo de la americana a juego con la camisa o sin cierto foulard, anudado con precisión milimétrica en un aire descuidado. Un disfraz físico, nuestro modo de vestir y de movernos, que dice de nosotros tanto o más que una tarjeta de visita y un disfraz intangible, nuestras viejas manías, los prejuicios sobre los otros y sobre nosotros mismos, eso que hemos ido llamando “nuestra personalidad” y que, en muchos casos, no es más que el conjunto de expectativas que nos mueven cada mañana en función de lo que creemos que los otros esperan que hagamos y lo que nosotros mismos pensamos que somos capaces de hacer. Lo dicho, un disfraz comprado en la sección de oportunidades de los almacenes más baratos del barrio, pero un disfraz que nos coloca en el mundo y nos ayuda a sentirnos como la persona que queremos ser.

En muchos casos, la oportunidad del carnaval es la de mostrar no lo que queremos ser, sino lo que somos. En el modo en el que se entienden los modernos carnavales, repletos de concursos con grandes desfiles organizados a base de premios en metálico – este año el Ayuntamiento de León se gastará unos siete mil euros en los premios de la Cabalgata de Carrozas-, el gusto por disfrazarse es más un gusto por exhibirse que por esconderse. Nuestro tradicional antruido, esa fiesta transgresora de la carne, como antesala de los días de privación de la Cuaresma, se desvanece ante el carnaval del día a día. La explicación quizá está en que tenemos fácil la oportunidad de comer carne y que, para alcanzar ese logro, nos hemos vestido un estrecho disfraz social y, en los días del carnaval, sentimos la oportunidad de desenmascararnos, de mostrarnos liberados de las presiones cotidianas. Ser como somos bajo el antifaz que disimula nuestra máscara diaria. Una pequeña bocanada de libertad. Por eso nos apuntamos al carnaval tipo Río, por eso tanta pluma y tanta lentejuela y el escándalo de la samba a todo dar en los decibelios de las carrozas, para que los que se atreven enseñen sus carnes y los que no lo hacen se queden pegados a la soga humana de las aceras viendo pasar una estampa de escapismo.

El mejor disfraz de este año es en mi opinión el que viste el propio Ayuntamiento en su programa oficial, que incluye entre los actos de carnaval, con esa tendencia que ya tenía la anterior corporación a sacar festejos de donde no los haya, el Certamen de Bandas que se celebra en conmemoración del cincuenta aniversario de la Cofradía de las 7 Palabras. No digo nada del concierto de Rosendo o de la actuación de Agustín Jiménez, que quizá se presentaron ya con el disfraz puesto en la Programación del Auditorio. Me imagino que será un modo de ahorrar a la hora de hacer publicidad. En fin, ¡que viva el espectáculo! Pero que eso no sirva para dejar a Guirrios y Madamas en un limbo aparte. Animémonos a conocer el Domingo Gordo de Velilla o el Antruejo de Llamas de la Ribera. Observarán que allí el asunto es al revés y en lugar de exhibirse, los protagonistas se tapan la cara. Para mí que eso tiene que ver con las señas de identidad que nos permiten reconocernos en un pueblo, en unas gentes, en una tradición que habla del verdadero modo de ser de quienes se sienten dentro de cierta cultura.

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