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viernes, 13 de abril de 2012

Lunes de supermercado. (En Hoy por Hoy León, 13 de abril de 2012)

         Me pasó el lunes. Dado que el Sábado Santo los supermercados estaban arrasados por las hordas compradoras que se abalanzaron sobre la mercancía como si la crisis estuviese a punto de estrangular las líneas de abastecimiento, y vista la lucha titánica que había que sostener para hacerse con la preciada posesión de un carro, optamos por una prudente retirada y estirar las existencias de la casa dos días más para hacer la compra el lunes. Y fue allí, este lunes,  a la salida del supermercado, después de una de esas compras en las que te dejas una pasta gansa en la caja y miras para el carro y compruebas la lista y te dices una y mil veces: “¿Pero qué llevo? Si no he comprado más que lo básico, si no he comprado nada que no fuese estrictamente necesario para el funcionamiento de la casa”. Fue en ese momento, casi en la puerta, todavía envuelto en esa sensación de irrealidad que te machaca el cerebro cuando vas caminando hacia el coche pensando en la distancia tan abismal que se va abriendo entre el ritmo al que crece el precio de las cosas y el estancamiento o en muchos casos caída de tu poder adquisitivo, cuando me encontré con el repartidor de publicidad que me tendió aquella tarjeta.

         Era una tarjeta dura, de plástico, no una simple octavilla de papel. Una tarjeta pensada para durar, para ser conservada en el tiempo. Un hermoso fondo azul, con la imagen de unas margaritas en primer plano y unas letras blancas que destacan prometiendo un descuento de trescientos euros. La verdad, salir del supermercado con la sensación de ser un pollo desplumado y encontrarme en las manos con aquella tarjeta descuento para un servicio funerario me pareció una invitación al suicidio o una triste metáfora de los tiempos que vivimos. Entre la caja del supermercado y tu casa lo mejor que te puede pasar es que te mueras, al menos tendrás un buen descuento. No me quedé a observar si el hombre de la publicidad entregaba aquella tarjeta de forma indiscriminada, si la daba con la misma eficiencia a jóvenes de dieciocho años que saliesen con las provisiones del próximo botellón que a ancianos que empujasen con dificultad la compra de la semana. Hubiera debido fijarme.

         La tarjeta, por detrás, viene con alguna instrucción sobre lo que conviene hacer en caso de fallecimiento de una persona para que el médico pueda certificar la defunción, las condiciones de la oferta y una síntesis de los servicios que ofrece la funeraria. Hasta ahí, casi lo normal en una oferta publicitaria. Pero, además, aparece explicado en negrita el sentido del término coacción, probablemente en referencia a la ya conocida cuestión que enfrenta a las empresas funerarias de la capital. Al leerlo, sentí que yo mismo me sentía coaccionado. “Nosotros nos encargamos de todo”, dice. “Usted muérase que se va a ahorrar trescientos eurazos, de lo demás no se preocupe”, pensé en ese momento de desconcierto psicológico. Luego ya fui colocando la compra en el coche y la aprensión se me fue pasando y comprendí que no es que, como están las cosas tan mal, nos vayamos a morir todos de golpe, sino que es que la gente se muere y morirse es caro y es un negocio y es algo en lo que a muchos les gusta pensar y tenerlo todo preparado para no causar molestias llegado el caso. Así es que guardo la tarjeta por si las moscas, que no caduca hasta final de dos mil doce.

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