Ayer tuve que hacer un viaje de ida y vuelta en el día
a Madrid y, aunque sé que es mucho más sensato viajar en autobús o en tren, lo hice
en coche. También sé que no es extraordinario, que diariamente muchas personas
tienen que hacer viajes semejantes. Es más, tampoco para mí es algo extraño,
sino que es algo que he tenido que hacer muchas veces. Lo que ocurre es que
ayer, por fin, pude constatar algo que ya venía sospechando: las carreteras se
hacen solas.
Desde hace bastantes meses la autopista A-6 está en
obras entre Villacastín y San Rafael. Las últimas veces que he pasado por ahí
todo era un despliegue de señales, desvíos, advertencias, máquinas. Una promesa
de actividad que, francamente, como pasaba a horas un poco intempestivas (muy
temprano en la ida y demasiado tarde en la vuelta) me parecía normal que solo
fuese eso, una promesa. En cambio ayer, mientras escuchaba en la radio todo el
aluvión de inquietantes noticias económicas que nos regaló el jueves, me
coincidió pasar por el tramo en obras en horas de trabajo y efectivamente, allí
estaban los obreros con sus monos verdes reflectantes, allí estaban moviéndose
las máquinas, los vehículos de señalización. Y lo vi. Vi que el arreglo de la
carretera había avanzado, que la obra estaba muy adelantada, pero a la vez me
di cuenta de que en los grupos de trabajadores, repartidos en pequeñas
cuadrillas a lo largo del tramo, casi ninguno de ellos trabajaba. Lo comprendí
de inmediato: las carreteras se hacen solas. Es pura magia. Y también pensé que
es normal que, con la crisis de las constructoras, muchos trabajadores se hayan
reconvertido, pasando del alicatado de baños al aplanamiento de áridos y que es
normal que no se les dé tan bien una cosa como la otra. Bueno, el caso es que
la obra avanza, a pesar de la crisis y del modo tan espectacular en que las
cuadrillas entienden la palabra productividad, pero, aunque avance, todos los
que queremos ir a Madrid desde el noroeste seguimos sufriendo los inconvenientes
de esas obras, sin que eso signifique una rebaja en el peaje.
Supongo que, si algún
tecnócrata alemán hubiera visto cómo trabajaban los operarios, se habría echado
las manos a la cabeza. A los españoles nos gusta ser como somos, con todas
nuestras contradicciones. Una pena que durante años y años la cultura del todo
vale se haya aprovechado de las circunstancias hasta llegar a esta difícil
situación en la que nadie se fía de nadie. Nadie se fía de las empresas, ni de
los trabajadores, ni de los sindicatos, ni de los bancos, ni del gobierno
mismo. Vivimos en tiempos extraños en los que estamos siendo víctimas de una
guerra en la que ni siquiera estamos seguros de estar participando. Vivimos,
tras el todo vale, en la cultura de la sospecha. Eso sí, cada vez que vayamos
desde León a Madrid, tendremos que seguir pagando nuestro peaje.
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