Uno de los problemas que más me interesan
de los que se plantean en filosofía es el llamado “problema arduo” de la
conciencia. A la mayoría le parecerá una estupidez, pero a mí me resulta
sorprendente darme cuenta de que me puedo dar cuenta de las cosas. ¿Por qué
pasa eso? ¿Qué mecanismos operan en nuestro cerebro que nos permiten tener
conciencia de que tenemos conciencia de las cosas? No sé si se dan cuenta de lo
que quiero decir y me resulta difícil contarlo mejor. Me pasa como en aquel
texto de Cortázar con instrucciones para subir una escalera, que la
coincidencia entre el pie y el pie dificulta la explicación.
Uno ve una pradera. Una pradera verde,
ahora que ha llovido algo. Por cierto que uno de estos días se regaba un jardín
con profusión de aspersores bajo la intensa lluvia, que será que es verdad lo
que dicen en mi pueblo, que agua de lluvia no quita riego, pero me pareció
exagerado regar así el césped mientras llovía. Y de vuelta al tema de la
conciencia: ¿Cómo es que nuestro cerebro es capaz de ofrecernos una experiencia
cualitativa de la pradera? ¿Cómo es que nos permite comprender el matiz del
verde? No digo ya el sorprendente juicio moral sobre si está bien o no regar la
hierba mientras llueve. La conciencia es un enigma. Pero no me confundan, que
no quiero hablar de conciencia moral. No es ver si tenemos buena o mala
conciencia. Es solo el hecho mismo de tenerla, el hecho de darnos cuenta, lo
que interesa.
Ayer, en el portal de un edificio que se
asoma a los jardines de La Granja, hablaba con un amigo catalán reconvertido a
leonés y me daba cuenta de que en ese bloque viven dos amigos míos, uno este
barcelonés que se ha hecho de La Cueta y el otro, un leonés que se está
afincando en Barcelona. Hablábamos de política y me decía que quería traerse a
unos castellers, para demostrar a los políticos que todo este lío de la
autodeterminación se puede resolver, si nos damos cuenta de que todos somos la
misma cosa, catalanes, vascos, leoneses, gallegos, galeses, bantúes y hasta los
de Minnesota: sencillamente personas. Terminamos hablando de un ciruelo de
ciruelas claudias que le ha florecido este año en agosto y me enseñó una foto,
en la que se veían las flores arropando ciruelas gordas como las pelotas de
goma que se están poniendo últimamente de moda. Un comportamiento anormal de la
naturaleza. ¿Se dan cuenta?
Y si es así, si nos damos cuenta de las
cosas, si somos capaces de comprender, ¿por qué hay quien se atreve a pensar
que no pensamos? ¿Por qué agradeció Rajoy en América el comportamiento de los
que no se manifiestan? ¿De verdad cree que muchos que se quedan en su casa no
comparten el enfado de los que salen a tomar las plazas? Me pareció una soflama
en favor de las revueltas, una temeraria llamada a la revolución, que es verdad
que cada uno es capaz de ver siempre lo que quiere ver, como en los
experimentos de ceguera al cambio o, al revés, como en esas imágenes en las que
queremos ver algo que quizá no está, como quien quiere ver una garza en el
Bernesga parada ante un árbol, que, en la distancia, parece otra garza que la
mira enamorada. Un milagro de la conciencia.