Se
termina este dos mil doce que comenzó envuelto en peste. El año de los
recortes, que ya anunciaba de entrada su terrible condición regalándonos
aquellos días nauseabundos de enero, no sé si se acuerdan, que por una parte
parece que fue ayer, pero por otra, el río de los acontecimientos ha amontonado
tantos sedimentos informativos que nos queda a años luz aquella pestilencia que
colocó a León en las páginas de los periódicos de tirada nacional y en los
magacines matinales de televisión. Aquel misterio del mal olor terminó
resolviéndose en una montaña de boñigas, por eso digo que empezó apestoso este
doce que ahora termina.
He
tenido tentaciones de no escribir hoy este artículo y componerlo con frases
recortadas de los que he ido escribiendo a lo largo del año. No se lo van a
creer, pero el resultado final, que yo pensé que sería un refrito
impresentable, tenía sentido. Había un hilo conductor, una idea martillo que
machacaba de un modo más o menos sutil todo lo que se iba diciendo cada
viernes: la idea de que los recursos son limitados, pero actuamos todos como si
el mundo fuese un pozo sin fondo. Me parece que ese pensamiento machacón
responde a la creencia básica, una idea casi adolescente, de que somos seres
inmortales. Vamos por nuestra vida con la absurda convicción de que la muerte
es cosa solo de los otros. Claro que, en una aproximación infantil, eso es lo
que nos dice la experiencia: siempre son los otros los que se mueren. No sé por
qué les cuento esto, tómenselo como una pequeña inocentada.
En
el repaso del año elaborado con frases inconexas que había ideado para el
artículo de hoy, no aparecía ninguna mención a los incendios. El fuego nos
sorprendió en verano, en los meses en que no hay columna los viernes, pero no
me gustaría dejar aquel desastre sin comentario y aprovecho ahora la distancia
para hacerlo. Es enorme el porcentaje de incendios que esconde entre sus causas
un interés económico. Se habló mucho de que es ahora en invierno cuando se
apagan los fuegos del verano. Es casi una muletilla, una frase hecha. Me
gustaría saber qué fuegos se están apagando ahora. Hubiera sido muy bonito que
en las fotos del otro día, en la apertura de la LE-11, con todos los estamentos
del poder ejecutivo, Gobierno, Junta, Diputación y Ayuntamiento reunidos junto
al monolito de la inauguración, alguien hubiera dicho “y, además estamos
apagando los fuegos que no habrá en el verano del trece, porque se están
llevando a cabo las siguientes actuaciones: tal y tal y tal”, que ahí ya sí que
a mí me pillan, que no soy ingeniero forestal y no sé qué es todo eso que hay
que hacer en el invierno para que no ardamos en verano. Del otro incendio, del
de la sede del Ayuntamiento de León, solo decir que, a pesar de las
dificultades, que habrán sido muchas - ¿quién lo podría dudar?-, me queda esa
sensación de desconcierto que te produce, al pasar mucho tiempo desde la última
mudanza, descubrir que todavía tienes una caja sin abrir. Es decir, que hasta
de lo más imprescindible podemos llegar a prescindir. Todo lo que se quemó ha
sido olvidado, o lo será con el tiempo.
Feliz
dos mil trece, en serio, lo digo en serio, no es ninguna inocentada.
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