En esta semana han tenido lugar muchos homenajes a
profesores que se jubilan. Es una epidemia que se extiende ante la perspectiva
de que las condiciones de jubilación se modifiquen en los próximos años, de
manera que, en esta y en otras profesiones, las personas que alcanzan la edad
mínima para jubilarse lo hacen sin detenerse a pensar sobre su capacidad para
hacer cosas, atendiendo exclusivamente a un miedo a lo que pueda pasar, un
miedo razonable y sensato, que va más allá de sentirse o no con fuerzas para
seguir haciendo el trabajo diario. Es natural. Por eso se les hacen estos
homenajes.
Me da por pensar que es un lujo, que todavía podrían
desarrollar tareas vitales en los centros educativos, sin necesidad de
enfrentarse a los eternos quince años de los alumnos arracimados en las aulas.
Me acuerdo también de los cirujanos jubilados a golpe de decreto en la
Comunidad de Madrid, que han dejado un agujero en la organización de los
hospitales, pero que, sobre todo, han dejado un vacío enorme en el conocimiento
profesional. Es un lujo que, de un día para otro, prescindamos de tanto saber
acumulado a fuerza de experiencia en base únicamente al dictado del reloj. Y
por otra parte está el empuje de la savia nueva, la necesidad de abrir paso, de
despejar caminos para que los más jóvenes tengan un modo de desarrollar en la
práctica todo eso que han aprendido en teoría. Me parece que es imprescindible
el equilibrio. Habría que buscarlo.
Si les hablo de esto es porque ayer estuve en el homenaje
a una mujer que se jubila. Una mujer muy joven. Todavía con mucha energía, con
ideas e impulsos brillantes, con capacidad para poner en solfa cada mañana al
lucero del alba, con la vitalidad intacta para ilusionar, estimular, promover,
azuzar, provocar, dirigir, controlar, acompañar, abrir caminos, todas esas
cosas que saben hacer los profesores que saben ser profesores. Y eso que ella
no daba clases, sino que atendía una Biblioteca y atendía también, con una
dedicación sobrevenida, a alumnado de especial dificultad: muchachos con
carencias afectivas, emocionales, sociales, quizá desentrenados de muchos años
en su faceta intelectual. Todavía podría hacerlo unos años más, pero ante la
perspectiva incierta de lo que viene, prefiere salir corriendo e instalarse al
borde del mar, bordeándose, saltándose a sí misma, desdibujándose, encerrándose
en la isla de los libros que tiene por leer, los viajes que tiene por hacer,
las exposiciones que tiene por ver, los amigos que tiene por frecuentar, la
vida extraña que tiene por vivir ajena al trajín de los muchachos. Es de
repente dejar de tener sus quince años y vivir toda una vida en un verano. Les
pasa a muchos. Les pasa que, de golpe, los años ya no se miden por cursos y
septiembre empieza a ser de verdad septiembre. Muchos lo pasan mal. Espero que
ella no. Espero que sepa seguir teniendo quince años y que cada septiembre sea
un mes para comenzar de nuevo.
La metáfora es esta: un cordero solitario. No hay
lobos. No hay pastor. No hay rebaño. Solo un cordero que lo mira todo, un
cordero solitario, que se disfraza a ratos con la piel raída de un viejo lobo.
El fuego cruzado entre la Diputación y la Junta a propósito del CRIELE y del
Ciclo de Hostelería en San Cayetano no tiene nada que ver con esta historia,
son otras, por decirlo así, “jubilaciones”. Ellos sabrán quienes son los lobos
y quienes los corderos.