Conozco a uno que hoy cumple cincuenta años. No veo
mucha diferencia entre cincuenta y cuarenta y nueve, pero parece que ese
cincuenta, así, tan redondo, es una cifra mágica, algo que se tiene que
celebrar de algún modo especial, un momento que marca frontera en la vida de
alguien, como los tres, los seis, los dieciocho, los veinticinco, los treinta,
qué se yo. Es una condición del ser humano la de recontar el tiempo, archivar
el número de pasadas que hace el sol de este a oeste, palotes arañados en la
pared de una celda para no perder la cordura, almanaques, dietarios, relojes,
santorales. Por cada día un santo, en cada memoria un contador. Me gustaría
hacer el chiste de que alguien que cumple cincuenta consigue por fin su L de
novato, pero es muy rebuscado.
Cumplir cincuenta es abrir la cortina del túnel.
Especialmente para los hombres, que ya sabemos que tenemos una vida
estadísticamente más corta, lo que habrá que ver cómo se traduce en las
pensiones con esa nueva complicación de cálculo que se nos anuncia. Es verdad
que los hombres nos morimos antes. Lo recordábamos hace poco en una cena de
cincuentones, echando cuenta de los que se han ido, empezando por los más
recientes, hombres jóvenes para morir. Hablamos de Norberto, cincuenta y uno,
pero había muchos más, como si hubiese alguna edad buena para morirse y esa no
fuese los cincuenta. Pienso en lo indiferente que es cincuenta de cincuenta y
uno o cuarenta y nueve y me doy cuenta de que, en aplicación del viejo truco de
la tortuga y Aquiles al comparar dos series infinitas, lo mismo es cuarenta y
nueve que cuarenta y ocho, de manera que seguiríamos así hasta concluir que
veinte y ochenta son la misma cosa. Y son la misma cosa, el resultado estúpido
de una convención que se empeña en medir lo que no existe. Se habrán fijado:
para ustedes no transcurre el tiempo. El paso del tiempo está en lo otro. Puede
que vean que sus manos están surcadas de abultadas venas, que se les marcan las
señales de tantas sonrisas cerca de los labios, que el ímpetu con el que bombea
su corazón no es exactamente vigoroso. Da igual. Eso es algo que le pasa como
si le pasase a otro, porque su experiencia exacta es la de que usted sigue
siendo el mismo. ¿Se da cuenta de que no ha transcurrido el tiempo desde que empecé
a hablar, que para hacerse consciente de eso tiene que salirse de sí mismo y
mirar un reloj? Porque es indiferente para uno, porque para la experiencia que
uno tiene de sí, no existe el paso del tiempo. Así es que da igual cincuenta
que noventa. Lo mismo es veinte que diecisiete. Y para morir, nunca es buen
momento, o cualquiera vale, porque al universo, en su magnitud, le parece
insignificante el lapso de tiempo en que exista la Vía Láctea, imagínense una
vida, por muy corta o por muy larga que sea. Aunque sea la vida de un partido
político, por poner un ejemplo de pervivencia histórica, digamos la UPL, que
tiene ¿cuántos? ¿Veintisiete? ¿Veintidós? ¿Cómo será cuando alcance su L de los
cincuenta?
Lo mejor de cumplir años es siempre el regalo. A este
que les digo que hoy cumple cincuenta le han regalado sueños en una libreta
vacía. Tendrá él que regalarse en sus páginas, como dicen los sorianos de la
tierra de pinares de la nieve en primavera, porque allí la nieve no se derrite,
se regala. Y lo emplean después para más cosas, porque también se regala un
bombón que se deshace. Esa es una metáfora de lo que nos pasa, que hay un día
que nos da por nacer, y luego en otro día tonto, nos regalamos, nos fundimos
con el mundo, como si no pasara nada, porque sabemos que regalarse así es ser
todo.
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