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viernes, 14 de junio de 2013

Cincuenta. (En Hoy por Hoy León, 14 de junio de 2013)

Conozco a uno que hoy cumple cincuenta años. No veo mucha diferencia entre cincuenta y cuarenta y nueve, pero parece que ese cincuenta, así, tan redondo, es una cifra mágica, algo que se tiene que celebrar de algún modo especial, un momento que marca frontera en la vida de alguien, como los tres, los seis, los dieciocho, los veinticinco, los treinta, qué se yo. Es una condición del ser humano la de recontar el tiempo, archivar el número de pasadas que hace el sol de este a oeste, palotes arañados en la pared de una celda para no perder la cordura, almanaques, dietarios, relojes, santorales. Por cada día un santo, en cada memoria un contador. Me gustaría hacer el chiste de que alguien que cumple cincuenta consigue por fin su L de novato, pero es muy rebuscado.

Cumplir cincuenta es abrir la cortina del túnel. Especialmente para los hombres, que ya sabemos que tenemos una vida estadísticamente más corta, lo que habrá que ver cómo se traduce en las pensiones con esa nueva complicación de cálculo que se nos anuncia. Es verdad que los hombres nos morimos antes. Lo recordábamos hace poco en una cena de cincuentones, echando cuenta de los que se han ido, empezando por los más recientes, hombres jóvenes para morir. Hablamos de Norberto, cincuenta y uno, pero había muchos más, como si hubiese alguna edad buena para morirse y esa no fuese los cincuenta. Pienso en lo indiferente que es cincuenta de cincuenta y uno o cuarenta y nueve y me doy cuenta de que, en aplicación del viejo truco de la tortuga y Aquiles al comparar dos series infinitas, lo mismo es cuarenta y nueve que cuarenta y ocho, de manera que seguiríamos así hasta concluir que veinte y ochenta son la misma cosa. Y son la misma cosa, el resultado estúpido de una convención que se empeña en medir lo que no existe. Se habrán fijado: para ustedes no transcurre el tiempo. El paso del tiempo está en lo otro. Puede que vean que sus manos están surcadas de abultadas venas, que se les marcan las señales de tantas sonrisas cerca de los labios, que el ímpetu con el que bombea su corazón no es exactamente vigoroso. Da igual. Eso es algo que le pasa como si le pasase a otro, porque su experiencia exacta es la de que usted sigue siendo el mismo. ¿Se da cuenta de que no ha transcurrido el tiempo desde que empecé a hablar, que para hacerse consciente de eso tiene que salirse de sí mismo y mirar un reloj? Porque es indiferente para uno, porque para la experiencia que uno tiene de sí, no existe el paso del tiempo. Así es que da igual cincuenta que noventa. Lo mismo es veinte que diecisiete. Y para morir, nunca es buen momento, o cualquiera vale, porque al universo, en su magnitud, le parece insignificante el lapso de tiempo en que exista la Vía Láctea, imagínense una vida, por muy corta o por muy larga que sea. Aunque sea la vida de un partido político, por poner un ejemplo de pervivencia histórica, digamos la UPL, que tiene ¿cuántos? ¿Veintisiete? ¿Veintidós? ¿Cómo será cuando alcance su L de los cincuenta?


Lo mejor de cumplir años es siempre el regalo. A este que les digo que hoy cumple cincuenta le han regalado sueños en una libreta vacía. Tendrá él que regalarse en sus páginas, como dicen los sorianos de la tierra de pinares de la nieve en primavera, porque allí la nieve no se derrite, se regala. Y lo emplean después para más cosas, porque también se regala un bombón que se deshace. Esa es una metáfora de lo que nos pasa, que hay un día que nos da por nacer, y luego en otro día tonto, nos regalamos, nos fundimos con el mundo, como si no pasara nada, porque sabemos que regalarse así es ser todo.

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