Háblanos de cosas normales, me dijo uno que está aquí todos los
días con ustedes haciendo esta cosa tan maravillosa que es la radio. Te lo pido
como oyente, me dijo, por favor háblanos de cosas normales, que ya nos vale con
las noticias que tenemos que soportar en los informativos. Tú que tienes tres
minutos para hablar de lo que quieras, háblanos de cosas normales. Y me pareció
que sí, que ya está bien, que nos merecemos un espacio, aunque sea pequeño,
para hablarnos de cosas bonitas, que ya tenemos bastante con lo ordinario para
sentirnos inquietos. Se me ocurre eso, que vivimos una inquietante realidad
ordinaria y cuando lo ordinario nos supera, ¿qué podemos esperar de lo
extraordinario? Así es que sí, conviene hablar de cosas normales, no vaya a
ser.
Es la vieja historia del perro y el mordisco. La historia de Pedro
y el lobo. Ya no nos inquieta lo extraordinario, porque lo ordinario nos ha
situado en un insoportable nivel de inquietud. Somos hojas temblorosas en las
ramas del otoño. Hacemos de nuestra caída una lenta metáfora de lo
extraordinario.
Háblame de cosas normales, te lo pido como oyente, me dijo y
eso que él está ahí delante, todos los días en la cocina de la radio. De cosas
normales, como si fuera fácil saber qué es eso. ¿Acaso no es algo normal llevar
los ahorros a tu Caja de confianza y seguir los consejos del director de la
sucursal para obtener el mayor rendimiento posible? Cualquiera diría que sí,
pero eso, que es normal, que es algo ordinario, termina convirtiéndose en
extraordinario, de manera que muchos que hicieron eso ya no son sencillos
ahorradores, sino que se han convertido en algo extraordinario: ahora son
preferentistas.
¿Qué son cosas normales? Para mí que ya no quedan. Le parecerá que
es normal estar oyendo la radio ahora, quizá mientras conduce, en el trabajo o
en la cocina haciendo la comida. Y posiblemente lo sea. Posiblemente esa
dimensión extraordinaria con la que yo estoy viendo últimamente todas las cosas
no esté en nada, salvo en mi forma de verlas, en mi fantasiosa manera de mirar
el mundo. ¿Saben? Estos días tengo la sensación de ir apagando las farolas
cuando entro en la ciudad por la mañana. Es poco después de las ocho y, por donde
voy, las farolas van apagándose a mi paso, dejándome en estos días grises del
otoño con una sensación de blanco y negro, de película de Hitchcock o de Orson
Welles, con un ambiente oscuro en el que los chicos que acuden a los Institutos
del centro, envueltos en esa noche todavía, son sombras, espectros, fantasmas
extraños como esa Caja que de un tiempo a esta parte ha dejado de existir pero
que deambula zombie por las primeras páginas de los periódicos recordando
préstamos, olvidando acuerdos, renegociando posiciones. ¡Qué sensación tan dura
la de empezar el día envuelto en la noche! Menos mal que nos van a cambiar la
hora de aquí a nada y entonces volverá a ser de día a su debido tiempo. Volverá
nuestra mañana a llenarse de colores y el Ayuntamiento seguirá ahorrándose unos
minutos la luz de las farolas, pero será una sencilla ilusión.
Claro que
siempre nos quedarán los colores. El de este fin de semana es el rosa, porque
este domingo se celebra el día mundial de la lucha contra el cáncer de mama.
Hay que ver lo extraordinario que fue lo de Angelina Jolie para la causa y lo
poco que nos impacta el testimonio de tantos millones de mujeres. ¿Será normal?
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