Es un negocio de casi 150 millones de beneficio al año. Millones
de personas en todo el mundo se entretienen horas y horas explotando caramelos
en la pantalla de su móvil, del ordenador o de su tablet. Les hablo de Candy
Crush, el juego de Face Book más popular en todo el mundo. Seguro que ha oído
hablar de él, si no es que en este momento está usted peleándose con ese nivel
que se le atasca. Parece que es muy adictivo y algunos jugadores confiesan que son
incapaces de dejar de jugar y que, cuando cierran los ojos, llegan a ver
caramelos de colores desfilando por su inconsciente. Es sentirse atrapado en un
universo de golosinas. Incluso hay rumores de que, en determinados niveles,
aparece un personaje que proporciona vidas extra llamado el hada de los
dientes.
Mientras no llega esta ayuda extra parece que los ciberjugadores
acuden a trucos de toda índole para poder seguir jugando sin tener que esperar
la media hora que tarda en recuperarse el juego, cuando ya se ha fallado en
cinco ocasiones al intentar superar un nivel. Son pequeñas trampas, sencillas
manipulaciones, artimañas para conseguir satisfacer esa adicción a las
golosinas virtuales que revientan. Creo que es una actitud que habla de la
naturaleza humana: no nos importa contravenir ciertas normas que consideramos
poco importantes con tal de conseguir lo que queremos, aunque sea algo tan
inocente como jugar a un sencillo juego de ordenador. Y en realidad, lo hacemos
a todas horas. Nos saltamos pequeñas normas para mantener intacta nuestra
capacidad de jugar. A medida que vamos adquiriendo experiencia, más trucos
conocemos, más alejados estamos de la pureza inicial, la inocencia de los
primeros niveles. Le pasó hace poco a un amigo cincuentón en una conversación por
wsp. Tenía que recoger unas entradas que le iba a dar una joven compañera de
trabajo, por cierto, para el concierto de mañana de Hierba del Campo, un
concierto más que recomendable. ¿Dónde te dejo las entradas?, le preguntó la veinteañera
al cincuentón. En cualquier parte, le contestó, en mi mesa, en la entrada,
donde quieras. O mejor déjamelas debajo del felpudo. Y cerró lo que a él le
parecía claro que se trataba de una broma con un expresivo “ja, ja” de esos que
se escriben en el móvil. Pero la chica, en su inocencia, lo interpretó literal
y se fue como loca a buscar un felpudo en el que meter las entradas. La
inocencia tiene estas cosas. La ingenuidad es un regalo que vamos perdiendo con
el tiempo.
Por eso no me extraña esa noticia de ayer que habla de la escalada
de simulaciones de robo de “smartphones”. Como resulta que ya no nos dan los
móviles con la amenaza del cambio de compañía, la picaresca está en aprovechar
el seguro de robo, claro que es un seguro que no cubre los hurtos o las
pérdidas al descuido, con lo que hay que denunciar que la sustracción ha
sucedido de algún modo violento. Y claro, aquí ya entra en juego la pasta de
las compañías de seguro y la cosa se pone tensa, porque al Ministerio del
Interior se le dispara también la estadística de delitos y no les digo ya el
crecimiento del porcentaje de delitos que quedan sin resolver. Así es que,
llámenme ingenuo o inocente, pero me parece que la noticia de ayer va más
contra la estadística que contra el hecho denunciado. Interesa mucho que la
gente no invente según qué cosas, no vaya a ser que los números se nos escapen
de las manos.
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