Me gustaría hablarte de un
niño que empieza su viaje hacia España acunado en poesía. Solo sé de él su cara
de porcelana en una foto y la emoción de quienes serán sus padres al poder
verlo por primera vez.
Me gustaría hablarte de ese niño, sí, pero sobre todo me
gustaría hablarte de su irrupción, su modo casi teatral de aparecer en la vida
de dos personas que han querido que así sea. Veo que una de las diferencias
enormes entre adoptar un hijo o engendrarlo tiene que ver con los requisitos
que se exigen para una cosa y para otra, la escasez de trámites que necesita
una mujer para quedarse embarazada, frente al papeleo inmenso que requiere una
adopción. En este Gran Hermano que nos vigila cada vez más en la cabecera de la
cama, me parece que falta poco para que se determine por ley el modo correcto
en que debe reproducirse la especie. No estoy hablando de la Ley Gallardón, o
mejor dicho, no solo hablo de eso. Es una idea que me anda por la cabeza,
relativa al control total de la humanidad. ¡Y eso que se nos vende libertad en
botes de refresco! ¿No te ha salido, sin que lo preguntes, un mensaje en el móvil que te dice cuánto tardas en
llegar al trabajo y cuál es la ruta aconsejada? ¿O por dónde debes ir y cuánto
vas a tardar en llegar a casa? Nos hablan de la conectividad potencial de los
objetos, de que llevaremos unas gafas en las que veremos pasar los contenidos
de internet con la misma facilidad que consultamos el tiempo con el pulgar en
la pantalla táctil de estos teléfonos que sirven para tantas cosas y que cada
vez se usan menos para hablar.
Ese niño que viene a España
cumplirá un año en abril y crecerá en un mundo abandonado, pero su arrullo de
poesía le colocará un velo de belleza y cuando crezca será uno de esos que te
miran a los ojos y te preguntan: “¿y qué ha supuesto esto para ti?” Porque, la
única manera de saltar el muro orwelliano del control es la conciencia, la toma
en consideración de lo que uno hace, y
ese es un trabajo de cada individuo, algo en lo que no debemos hacer ya más
dejación de funciones. Ese control al que nos hemos sometido viene en gran
medida de nuestro abandono. Hemos abandonado nuestra salud en manos de los
médicos, hemos colocado la educación de nuestros hijos bajo la exclusiva
responsabilidad de los maestros, hemos confiado nuestra seguridad a la policía
y nuestra protección al estado, hemos dejado que sean los periodistas quienes
construyan la verdad. Y podría seguir enumerando dejaciones, a la vez que
resulta que nos creemos en el derecho de exigir al médico, al maestro, al policía,
al periodista, al juez, al barrendero, al conductor de autobuses, al carbonero,
a todos y cada uno de los que hacen por nosotros eso que nos concierne, que lo
hagan de la mejor manera, como si no tuviera nada que ver con nosotros. Esa es
la señal del abandono, cuando le pedimos a Chechu que haga preguntas que
nosotros nunca haríamos, le pedimos a doña Enriqueta que le enseñe a nuestros
hijos los secretos de la vida o al impenitente doctor Rodríguez que nos libere para siempre del dolor de espalda. Dejamos pasar nuestra vida sin pararnos a vivirla,
poniéndola en manos de otros, quizá mirando cómo se discute nuestra existencia
en una tertulia de la tarde emitida por televisión, cómo se sublima nuestra
pasión en un gol de Neymar o en un tiro a la escuadra de Ronaldo, cómo vivimos
en otros lo que es nuestra obligación vivir.
Por eso será que en la Plaza del
Grano empieza a moverse algo nuevo a pesar de las pancartas a favor de las
aceras, algo que nos pudiera enseñar a plantarnos frente al mundo como un perro
puesto que marca su pieza.
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