Dice un tuit de mi poeta leonesa preferida, Sara R. Gallardo, que
“el mundo debería ser siempre como a las ocho de la mañana”. Me gustó la frase,
porque entendí que lo que quería decirnos es que hay un momento, justo antes de
que empiecen a pasar cosas, en el que todo está lustroso, sin tocar,
inalcanzable para las imperfecciones de la realidad. Creo que es eso lo que
la poeta quiere decir y eso que interpretar poesía es siempre andar con los
pies rozando en la raya del abismo.
Hay un mundo sin tocar que está listo para
el desgaste antes de las ocho de la mañana. A partir de ahí, ya todo es ruido,
arañazos, desolación. Está claro que, quien dice las ocho, dice las siete o las
nueve, quiero entender, como que eso depende del ritmo de cada uno. Pero veo también que esa idea recurrente de que la humanidad todo
lo arrasa y que el mundo solo es perfecto momentos antes de que la vida de la
gente amanezca, nos aleja de la realidad de lo cotidiano, nos aparta también de
la posibilidad de la felicidad, porque creo que, para ser feliz, hay que saltar
de la cama y enfangarse en el ruedo de la vida.
Quizá malinterpreto a Sara,
porque sé que ella no es de las que se quedan escondidas entre las sábanas. Más
bien al contrario, ella siempre tiene un puñal en la boca para arrancar un trozo
de realidad en cada instante. Lo que me pasa es que me resulta tentador
quedarme asomado a una estampa bucólica de un mundo recién estrenado, ese mundo
que estrenamos cada día y que todavía está sin usar a las ocho de la mañana. En
ese mundo, antes de encender la radio, todavía no han entrado las cuentas
suizas ni los problemas de Ucrania. Luego ya, en cuanto pones un pie en el
suelo o alargas el brazo para echar un ojo al móvil, te engancha el tiovivo de
los acontecimientos y te lleva en volandas, a toda velocidad, desde las sábanas
de tu cama, aún calientes segundos después de las ocho de la mañana, a la
cabezada en el sofá a una hora incierta de la noche, momento en el que pondrás
de nuevo en marcha la eterna rueda de lo mismo.
Hay una niña de siete años que siempre sonríe y pienso que lo que
le pasa es que siempre vive en el mundo de antes de las ocho de la mañana. Todo
lo que sucede después ni le roza y se mantiene intocable en su sonrisa, en su actitud
de bienvenida a los demás, como dice de su permanente sonrisa una conocida
escritora mexicana.
Es una niña que tiene una vida difícil. Vive con otros
cuatro hermanos y merienda por las tardes una magdalena. Una magdalena para los
cinco, una magdalena que su madre procura cortar en trozos muy iguales. Es una
madre que ya sabe que son más de las ocho de la mañana a esa hora de la tarde,
pero la niña y alguno de sus hermanos siguen sonriendo al mundo en la confianza
de que el tiempo no les alcanza. Lo que no me han contado es la marca con la
que se vende la magdalena, no sé si es de Tierra de Sabor o de Productos de
León y me importa poco, porque se trata de una magdalena partida en cinco
cachos.
Entiendo a Francino cuando dice que ya está harto de oír hablar de la
“marca España”, porque a mí me cansa tanta fotografía del corazón amarillo que
vende Tierra de Sabor y eso que sé que en el mundo de después de las ocho de la
mañana es imprescindible competir con el
vecino, pero, estoy con Sara, ese es un mundo que no debería de existir. Si hay
una niña que no enseña su sonrisa, es que el mundo de después de las ocho se le
ha colado en las entrañas.
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