Me acuerdo todavía hoy de cuando se le ocurrió decir a Félix, el
encargado de una conocida discoteca de las afueras de León que cerró sus
puertas hace ya bastantes años, que por San Valentín había que celebrar el
baile del farolillo. Dijo que era una costumbre minera que se estaba perdiendo
y que había que recuperarla. La verdad es que eso no es del todo así, porque no
es una costumbre que se esté perdiendo, sino que, sencillamente, no se celebra
por San Valentín. El baile del farolillo se baila la Noche de Reyes. Lo que
pasa es que a él le pareció que podría tener su punto romántico ver a las
parejas bailando a oscuras en la pista agarrados a la luz de una vela. Y a la
gente le gustó y le importó poco que se trampease de algún modo aquella
tradición popular, exportándola de la noche de Reyes a la de San Valentín.
Esa es la idea, la exportación. Hay una ley de la lógica que se
llama así, ley de exportación, por la que se convierte una conjunción en
implicación, de la misma manera que por la ley de importación se convierte una
implicación en conjunción. Exportar e importar son caras de la misma moneda. Lo
que uno importa es exportado por otro. Conviene no confundir lo que uno importa
con eso que a uno le importa. Parece lo mismo, pero hay un matiz: lo que a uno
le importa no resulta de ninguna exportación. Y a Félix se le ocurrió importar
el Baile del Farolillo desde el día de Reyes en la montaña, hasta la noche de
San Valentín en una discoteca de la carretera de Asturias. A nadie le importó.
A la mayoría le pareció divertido. Divertido y hermoso, porque lo era, sin
importar ni el día ni el lugar. Y eso es un poco lo que yo pienso de este
enrarecido clima de San Valentín, que para el amor no importan ni el día ni el
lugar, ni los quilates de la joya, ni el número de rosas que componen el ramo,
ni las gafas de sol edición San Valentín, ni el marco de fotos digital, ni
ninguna de las otras doscientas cincuenta y cinco mil oportunidades que la
radio y la tele y la internet y los periódicos y las vallas publicitarias de
todo tipo y condición nos presentan para que demostremos, comprando regalos, el
amor tan intenso que nos une a nuestra amada o nuestro amado.
Importar fiestas es una tradición en nuestra cultura de
importaciones, así es que no vamos a criticarlo, porque ya no se puede decir
que sea algo que no es nuestro. Ya está en el corazón de todos que hoy es el
día de los enamorados, como ayer fue el de la radio y el seis de enero el de
los Reyes Magos. Lo que me gustaría criticar es la intensidad de la fiesta. He
visto crecer el negocio de San Valentín en un periodo récord de tiempo. No sé
si tendrá que ver con esa especie de aceleración que nos atosiga o con la
brutal insistencia de los medios, que se venden a sí mismos aprovechando la
menor veta de ventas. Los medios venden la posibilidad de que otros vendan: venden
tus ventas. Por eso el negocio es que todos compremos, que la maquinaria se
engrase con nuestro consumo. Poco importa que esta sea una fiesta importada. Lo
que cuenta es que haya muchas ventas. Y si todo lo envolvemos en el barniz
fabuloso del amor, ¿quién podría encontrar mejor excusa?
Pero, hablando de
importar, vaya con la Coca Cola. Resulta que ya no necesitan las botellas que
les fabricaba la vidriera. Se les podía haber ocurrido un nuevo envase edición
San Valentín. Seguro que lo vendían mejor que lo de los nombres en las latas.
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