He leído un verso que dice:
“Vivo con tu ligereza entre mis manos”. Ya sabemos que la poesía no se explica,
por mucho que pretenciosamente se instalen artificios entre las líneas de los
poemas más premiados o más reconocidos por los literatos. La poesía es un golpe
al corazón, un arrebato. No necesita explicación. Así es que, cuando leo “vivo con tu ligereza entre mis manos”, ahora
que tú lo escuchas del otro lado del hilo de la radio, no hay mucho que
explicar, porque lo entiendes. La palabra es arte porque te entiendo. Y traigo
hoy aquí, a este rincón de los viernes, ese verso aislado quizá por muchas cosas
que hasta yo mismo desconozco, pero sobre todo porque llevo toda la semana
pensando en lo que yo llevo entre mis manos. ¿De qué clase de ligereza o de qué
pesada carga tienen que ocuparse mis manos?
Y te cuento más. Ayer miraba
las manos de un chico de quince años. Manos huesudas, esqueléticas, manos
arañadas por la ansiedad, tatuadas de cicatrices, enrojecidas de golpes,
cortes, heridas, unas manos de uñas hundidas en la carne, mordidas hasta más
allá de lo posible. Unas manos que dibujan sin pudor el paisaje de la angustia.
Un chico de quince años encerrado en sus tensiones. Me acordaba, al ver sus
manos, de la perfecta manicura de un viejo carpintero, unas manos blancas,
finas, de dedos ágiles pero regordetes, de su agradable charla, de sus sabias
opiniones. Me acordaba del ambiente mágico de su taller de carpintería
condenado al silencio por causa de la jubilación. La luz de la tarde dibujaba
la perfección de las formas bañando toda la estancia desde una claraboya. Los
buriles, los punzones, los destornilladores, descansando en perfecto orden en
sus exactos huecos subrayaban la plácida sensación de alcanzada perfección. Los
olores de las maderas, el polvo acumulado sobre las cajas de tornillos en
desuso, el banco de encolar, las sierras. Las manos del carpintero dibujando
una explicación en el aire incierto. Los ojos cansados del carpintero hablando
de su ictus, de su retiro temprano, de su escasa jubilación. Unas manos y
otras. Un mundo este que se resuelve en Ikea un sábado por la mañana y aquel
lento descubrir los muebles con las manos en el interior de la madera bruta. Y
me dio por pensar que entre el chico y el carpintero jubilado hay un salto al
vacío. Que hubiera sido estupendo para el muchacho poder sentarse a aprender
todo lo que ese hombre sabio ha ido acumulando entre sus manos. Me dio por
pensar que las manos vacías del muchacho de quince años, repletas de estampas
del momento, eran impropias, tan impropias como las manos del jubilado, sin un
rasguño, sin una cicatriz, con la tersura y el color de la piel de un bebé.
¿Por qué hemos tenido que saltarnos ese modo tan feliz de contagio que era la
relación del maestro y su aprendiz? No te digo en qué calle de León está ese
remanso de paz, ni te digo en qué barrio feroz tiene que vivir cada día ese adolescente.
No quiero que sepas lo fácil que sería unir una cosa y la otra. No quiero que a
nadie se le ocurra desenterrar la vieja idea de que los muchachos aprendan de
los ancianos.
Mucho mejor llevarlos a la
Plaza de Toros y montar un espectáculo de esposas, tiros, explosiones,
detenciones a la americana en plan los Hombres de Harrelson como se hizo hace
unos días para conmemorar los 170 años de existencia de la Guadia Civil. La
foto del periódico era toda una declaración de principios. De verdad que a veces
dudo si sabemos qué es lo que nos traemos entre manos.
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