La noticia que apareció ayer en el diario me saltó a los ojos
desde el teléfono móvil: El Emperador tendrá amo en junio. Una frase extraña.
¿Por qué escogió la periodista la palabra “amo” para encabezar su información?
Podría haber utilizado expresiones más habituales en los medios, expresiones
como “propietario”, “dueño”, “comprador”, hasta podría haber usado un rebuscado
“adquiriente” o un aséptico “titular”. Pero no, prefirió utilizar la palabra
“amo”. El Emperador tendrá amo en junio, casi
dotándolo de vida, en el sentido de que se es amo de algo que está vivo,
aunque es verdad que basta con ser dueño de algo para ser su amo, pero no
decimos de alguien que es el amo de su bicicleta o el amo de su casa. La
expresión “ama de casa” tiene otro sentido, pero es que las formas en que se
conjuga el verbo amar se escapan de los libros de gramática.
Me resulta difícil la interpretación en este sentido, pero creo
que tiene que ver de algún modo con el viejo cuento del emperador y el sastre,
aquel en que nadie se atreve a decirle al emperador que va desnudo hasta que la
inocencia de un niño desencadena el río de la verdad y del ridículo. Como que
hay una necesidad de reconocer lo que se ve en el espejo cuando el emperador se
mira. Alguien como el sastre, que es capaz de resolver sus dificultades de
manera que pervierte las condiciones en su propio beneficio es de algún modo
“amo” del Emperador, al convencerlo de que va impecablemente vestido cuando en
realidad va desnudo bajo el palio. Esa ridícula situación con la que tantos
terminan comulgando, asumiendo la exquisita elegancia de un maravilloso traje
inexistente, es algo de lo que me hablaba mi amiga Paz hace poco a propósito
del rebuscado comentario de un conocido escritor sobre cierto poema. Es como si
nos viésemos obligados por la presión de
los otros a reconocer como excelente lo que los entendidos certifican que lo
es, aunque en nuestras manos resulte hueco y artificioso. Es ceder ante nuestra
ignorancia, sin darnos cuenta de que todos tenemos al lado del hueco enorme de
nuestras carencias, un cesto lleno de verdades, de sueños, de experiencias. Y
lo vemos todo. Somos amos de nosotros mismos, amos de cualquier emperador que
se nos ponga por delante. Así es que esa noticia de que el teatro Emperador
volverá en junio a manos privadas no debería sorprendernos en el contexto de la
política de privatizaciones que nos rodea. Está claro que el negocio ha sido
ruinoso. Lo que se compró en 2006 por cuatro millones y medio, se intentará vender
ocho años después por un precio de salida de setecientos cincuenta mil euros
menos. Podrá decirse lo que se quiera, pero el emperador va desnudo y nadie nos
puede convencer de que todo el proceso de compra y ahora venta del Teatro más
emblemático de la ciudad no ha sido un auténtico dislate. Lo que no se dice con
exactitud es si al nuevo amo del Emperador se le obligará a seguir siendo un
teatro o si se le permitirá que lo transforme. También es verdad que no podemos
estar seguros de que vaya a haber quien quiera comprarlo, porque parece ser que
hay ciertas restricciones respecto al uso que no se podrán cambiar y que hay
que realizar una excavación arqueológica si se quiere acometer la
rehabilitación del edificio.
Me encantaría poder pensar que de vuelta a manos privadas el
Teatro Emperador estará vivo de nuevo, pero me resulta imposible. Yo lo veo en
cueros.
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