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viernes, 24 de abril de 2015
Ruinas, (En Hoy por Hoy León, 24 de abril de 2015)
Ayer, en San Esteban de Nogales, como cada 23 de abril, se
ahorraron la cuestión de si esta fiesta de los Comuneros es una fiesta de León
o solo de una cierta Castilla y celebraron el día de San Jorge. Como todos los
años, el fin de semana anterior los vecinos del pueblo habían construido el
puente de palos que cruza el Eria para poder llegar a la ermita. Es una
tradición muy hermosa esta de reunirse todos para hacer un puente que permita
llegar hasta el otro lado, un puente que luego se llevará el río, es verdad,
pero que será el paso hacia la otra orilla, esa que está más allá de los
quehaceres diarios, de las rutinas del invierno. El puente ya no se hace como
se hacía antes, con la participación de todos en una hacendera que podía llevar
más de un día. Ahora se utiliza una máquina que lo hace en un momento, es
cierto, aunque creo que el sábado fue necesario echar una mano para mover los
palos y colocar las ramas y la hierba. El puente lucía magnífico sobre el Eria
que bajaba en calma, arropado por un girón de niebla que dejaba en el aire un
poso de misterio. La luz de la tarde, después de la tormenta de agua enseñaba
reflejos de historia en el espejo del río y nosotros, a pesar de no ser de San
Esteban, sentimos la necesidad de pasar por aquel puente, la necesidad de
cruzar las aguas. Se diría que no hay marcha atrás cuando uno se lanza a cruzar
un puente, como si se fuese deshaciendo sobre nuestros pies a medida que
avanzamos, dejando un vacío, una imposible marcha atrás. El río es metáfora del
ser que fluye, el puente lo es de la historia que avanza, la memoria que
atraviesa el curso de la vida.
Esa memoria de la historia está escrita en estas pequeñas
costumbres: la construcción de un puente para llegar a una ermita; la danza del
paloteo -que por cierto tendrá que ser bailada por chicas, porque parece ser
que ya no hay chicos que quieran hacerlo-; las vueltas alrededor de la ermita;
la procesión con la Virgen del Rosario, el pendón y la reliquia del santo. Y
las verbenas y la representación mañana sábado de la historia de San Jorge y el
dragón. La raíz está en la memoria y la memoria es el pueblo, la gente, la
cultura en la que nos hemos ido haciendo. Me gusta esa idea de que frente a la
grandilocuencia de Villalar, esta pequeña victoria de San Jorge en San Esteban
es el triunfo de la cultura popular sobre la imposición administrativa. Además
Jorge viene del griego y significa etimológicamente “el que trabaja la tierra”,
de manera que esa fiesta que se celebra es la del agricultor, el que fecunda la
tierra, el que la cultiva. Y, fíjate qué curioso que del latín viene también la
palabra cultura, ligada directamente al significado de cultivar, porque decimos
“culto” de un terreno cultivado e “inculto” de uno que no lo está. También me
gusta tirar de ese hilo y quedarme con la idea de que cultivar es cuidar, que
la agricultura es el cuidado de la tierra, no su explotación. Lo sabían bien
los monjes del Císter, quizá aquellos que en su día levantaron en San Esteban
su magnífico monasterio. Cuidar de la tierra, fecundarla, hacerla crecer. Hoy
la naturaleza invade lo que queda del Monasterio, dejando ver de él escasas
ruinas. Pero eso no importa. La interesante no son unas piedras perfectamente colocadas.
Lo que cuenta no son las grandes obras, sino la peculiar sensación que
experimentamos al descubrir la importancia de un lugar. Algo que pasa en estas
ruinas del Monasterio de San Esteban, quizá no por lo que uno imagina que debió
de ser construido, sino por el hecho de que aquellos sabios del Císter eligieran
ese lugar y no otro para construirlo.
viernes, 17 de abril de 2015
When the night has come. (En Hoy por Hoy León, 17 de abril de 2015)
Me interesan mucho las cosas
que pasan cuando ha llegado la noche. Sé que somos hijos de los días, como dijo
Eduardo Galeano siguiendo una leyenda maya y como hijos de los días nacemos y
morimos. Este lunes, el propio Galeano se ha encerrado en la noche del tiempo,
el mismo día en que lo ha hecho Günter Grass, el autor de El Tambor de
Hojalata. Recuerdo la imagen brutal del nacimiento de Oskar, el protagonista de
la novela, en la película de Schlöndorf y la secuencia en la que su madre,
Agnes, absolutamente invadida por la noche, come arenques sin parar. Cuando
haya llegado la noche y la tierra esté a oscuras y la luna sea la única luz que
veamos, no tendré miedo mientras estés conmigo. Ya lo sabes, es la letra de una
vieja canción que habla de eso, de la noche y la catástrofe, y de la fe
absoluta en que nada me afecta mientras tú te quedes conmigo. Había un neoyorquino italoamericano
arrancando las notas de esa canción a una guitarra con la dulzura de todos los
besos. No me lo estoy inventando. Pasó aquí en León, en una de esas noches
mágicas del Restaurante El Capricho, una de esas noches en las que el poder del
Rey Arturo desenvaina una Excalibur de aguardiente y rodaballo. El neoyorquino
silabeaba “so darling, darling stand by me” con el corazón abierto de par en
par, con el mismo corte transversal con el que el fuego recibe las mollejas
para hacerlas a la plancha. Stand by me, decía, con la sonrisa más tierna que
se pueda dibujar en un rostro tan cansado. Cuando llega la noche, llegan las
verdades. Cuando cierras los ojos es el único momento en el que ves las cosas
con claridad. Por eso nos da tanto miedo y no por los monstruos que se esconden
en el armario.
Cuando llega la noche
ocurren cosas espantosas. Los cajeros se llenan de cuerpos acostados, cuando la
tierra está a oscuras. Ayer, en el cruce de Independencia con Legio VII a las
once de la noche, dos vehículos de Cruz Roja advertían con sus señales que algo
estaba ocurriendo. Los voluntarios se acercaban a los lugares en que los
cuerpos de los excluidos se envolvían en la noche, con bolsas blancas en las
manos. La comida llegaba como luz cegadora y había algunos que, con su dignidad
recuperada, sentían la necesidad de charlar de tú a tú con el personal de la
Cruz Roja al pie de una furgoneta. La estampa me resultó reveladora, porque en
el centro financiero de la capital, en torno al círculo en el que se encierran
las sedes de los bancos entre Santo Domingo, Ordoño e Independencia, lo que en
el día es actividad, intercambio, negocio, cuando llega la noche se convierte
en necesidad, carencia, oscura estampa interrumpida por el breve brillo de la
Cruz Roja a la luz de los neones. Y, cuando llega la noche, hace falta saber
cerrar los ojos para ver con claridad qué o quién o incluso quienes son esos
que están quedándose incondicionalmente junto a uno. Please, stand by me.
Y si el cielo se derrumba
sobre nosotros en forma de accidente, en forma de atropello o de infarto. Si
las montañas se desmoronan en el mar, no quiero soltar ni una lágrima, mientras
estés conmigo. También he sabido sentir eso al pasar con mi hija una vez más
por la carretera de Carbajal y ver la oscuridad de la noche, la oscuridad total
en ese paso de peatones, mientras mi hija siente que estoy a su lado y el mundo
comprende que el sentimiento de pérdida es irreparable, cuando la noche llega
tan inesperada, de un golpe, en esa fatídica mañana de abril.
viernes, 10 de abril de 2015
Triunfando como el Avecrem. (En Hoy por Hoy León, 10 de abril de 2015)
No es lo mismo que yo lo
diga, porque yo no tengo esa gracia andaluza de mi prima, y seguro que a ti no
te parece tan divertido, pero había que verla, con esa risa tan deliciosa con
la que se toma cada sorbo de la vida diciendo “nada, aquí estamos, triunfando
como el Avecrem”. Y es que esta Semana Santa ha sido esto, un triunfo detrás de
otro, al menos es lo que dicen las cifras, si medimos el éxito en términos
económicos. Claro que puede que esto te suene muy irreverente y me digas que no
se puede medir un sentimiento tan profundo exclusivamente en base al número de
visitantes, a los porcentajes de ocupación hotelera o al espectacular gentío
que abarrotaba los bares un día cualquiera de estas fiestas. ¿Has visto el vídeo
de las veinticuatro horas de la calle Ancha condensadas en un minuto? Impacta
el río de gente que se mueve, la acumulación en los momentos en los que pasan
las procesiones, el flujo de la luz ajena a lo que ilumina.
Me dejas que cuente entre
los éxitos el abrazo de mi amigo Quique, la alegría con la que me dijo que su
madre todos los viernes escucha esta columna, la enorme humanidad de su
presencia castigada de ese modo tan injusto por el capricho de la enfermedad.
Pero aquí estuvo también, “triunfando como el Avecrem”, sosteniendo entre los
dedos su valor, afrontando con pasión otro Calvario. Es curioso cómo nos señala
el azar, colocándonos en fotografías que nunca habríamos soñado. “Esto es como
aquello de dónde está Wally”, decía mi prima. “Me pasó en el rocío, que a las
diez tenía que estar trabajando en Sevilla y a las siete llevaba las riendas de
una calesa en Almonte, porque las cosas se enredan y terminas confundiéndote
con todo lo que se mueve junto a ti”. “¿Dónde está Wally?”, en el Rocío. “¿Dónde
está Wally?”, en la calle Navas de
Granada. “¿Dónde está Wally?”, en la Plaza Mayor de León el Viernes Santo por
la mañana.
Estas aglomeraciones que
tanto nos gustan han sido el síntoma del triunfo de la Semana Santa, algo que
se aleja de la intimidad del sentimiento religioso, por no hablar de los litros
de limonada o de otras manifestaciones profanas que ponen de mal humor a los
hosteleros, ya que, según ellos, favorecen el botellón. No sé, la verdad, me
resulta difícil entender este tumulto. “¿Dónde está Wally?”, en el Genarín. Ese
abigarramiento de imágenes que había en las ilustraciones de Handford permitía camuflar
al protagonista. ¿Será esa una forma de explicar lo que nos gusta de todo este
jaleo? Eso es lo que nos gusta, sí, que nos confundimos en la uniforme multitud.
Nos desaparecemos, para aparecer luego triunfantes bajo el peso de un trono, en
el marco de una mantilla, a la luz de un hachón. Triunfando como el Avecrem,
pavoneando un plumaje de oropel, a veces rico enjoyado, en el acto de sacar a
la calle una fe que en muchos casos no existe. Perdona que diga esto que
pienso, pero es que si los que participan en las procesiones fuesen los
domingos a las iglesias, tendrían que multiplicar las misas, cosa que ya se ve
que no sucede. Que conste que no hago ningún juicio de valor, que solo hago
números, como decíamos al principio. Y los números dicen que esta Semana Santa
hemos triunfado. Y hemos triunfado por los números grandes y por los pequeños.
A mí, más que el de litros de limonada, me ha gustado mucho ese tan pequeño,
ese que recoge los dramas, el de las víctimas mortales en accidentes de tráfico,
un número que, por fortuna, tiende a cero.
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