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sábado, 10 de octubre de 2015

Hojas podridas en el suelo. (En Hoy por Hoy León, 9 de octubre de 2015)

Uno vive en la confianza de que todo permanece, aun sabiendo que todo cambia. O al revés, uno vive en la creencia de que todo cambia, cuando en realidad todo permanece. Cualquiera de los dos pensamientos sirve. A pesar de los cambios aparentes o superficiales, la esencia de las cosas queda. Nos salen arrugas, se nos cae el pelo, se nos dibujan bolsas debajo de los ojos, pero somos los mismos. Nos vemos en el espejo y, aunque no sabemos quién es ese extraño que nos mira desde el otro lado, sabemos quiénes somos, quiénes seguimos siendo a pesar del paso de los años. El árbol del jardín es el mismo, aunque haya crecido tanto y ahora que todavía conserva sus hojas, es el mismo que el que será dentro de unos días cuando sus ramas estén desnudas. Uno y el mismo siempre a pesar del cambio. Solo que también nos damos cuenta de que cada cosa que hay en el mundo se deteriora o se crea a cada instante, se degrada o se perfecciona. Todo, absolutamente todo, natural o artificial, está sujeto al paso del tiempo a la modificación permanente, al cambio eterno que construye la permanencia en el flujo de la realidad. Siempre distinto, en su cambiar, y siempre el mismo, ya sabes, como las aguas del río.

Entonces, ¿con qué nos quedamos? ¿Un caos siempre cambiante con apariencia de unidad o un orden perfecto escondido bajo una apariencia de permanente movimiento? En el fondo, ¿qué más dará una cosa que la otra? ¿A quién le importa todo ese rollo metafísico? Me enredo en cuestiones que no tienen ningún interés. Me lo decían hace poco, que ya lo hice el viernes pasado, que me había enrollado sin salir hacia ninguna conclusión clara. Es verdad. Me pierdo en mis propios pensamientos y luego no sé salir de ellos, pero debes perdonarme, es pura perplejidad. Es la perplejidad en la que me encuentro leyendo alguna de las noticias de la semana pasada. Una del sábado, creo, o de este lunes a cuenta de lo que ha ocurrido con las novatadas en la ULE. Fijo que esta perplejidad mía no es exclusiva de lo leonés, seguro que algo así ha ocurrido en otras universidades. En el día de la integración, me ha parecido leer, a los jóvenes estudiantes que llegaban por primera vez a la Universidad se les ató con cinta americana, se les lanzaron huevos y harina y se les hizo tragar alcohol con un embudo. No sé si tú sientes la misma náusea que yo, la misma perplejidad. Si luego los chicos que entraron en el Hospital en coma etílico lo hacían por esto o por otra causa, casi que me da igual. Solo pienso en la situación, en lo que alguien con un mínimo de inteligencia pueda encontrar de divertido en la escena de un muchacho atado tragando alcohol por un embudo. No me da la perplejidad para soltar ni una carcajada. Me da igual si se trata de las mismas bromas de siempre con otro aspecto o si se trata de nuevas bromas con la misma pinta de salvajada de siempre. Y no me importa si quienes se sometieron a tal vejación lo hicieron forzada o voluntariamente. No quiero juzgar en absoluto la conducta de nadie. Solo me apetece expresar mi perplejidad. Mi deseo de que esto no suceda, aunque haya muchos chicos a quienes les apetezca ser humillados de este modo.

No creas que me he quedado a gusto. Ya sé que estoy exagerando. Debo podar las ramas antes de que se les caigan las hojas. Pienso en los árboles. En su desmán. En el modo adecuado de controlar su afanoso crecimiento. En esforzarme y podar los árboles ahora, antes de que se les caigan las hojas y se queden podridas en el suelo.

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