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viernes, 29 de enero de 2016
Desasosiego. (En Hoy por Hoy León, 29 de enero de 2016)
No sé si has visto una
película americana sobre las causas de la crisis de dos mil ocho que se llama
“La gran apuesta”. Nosotros estuvimos viéndola el martes en los cines Odeón en
el marco de una de las actividades del programa Ser Empresarios de Radio León. A
la salida estuve con Pepe Muñiz, quien me hablaba de la idea de que el dinero
no existe, que en el mundo actual ya solo hay números en la memoria de un
ordenador, pero que nada tiene ya el respaldo auténtico del dinero.
Le doy la
razón, pero sólo se la doy en parte, porque nunca el dinero ha sido ninguna
realidad concreta más allá de la simple formalidad del reconocimiento del valor
de algo. Pero el valor nunca ha estado en el dinero, sino en las cosas, y no en
las cosas en sí mismas como lo que son, sino las cosas en cuánto que son
valoradas, apreciadas por la gente. Y digo así, “la gente”, porque es de ese modo como se genera la idea de lo
valioso, de un modo absolutamente impersonal. Eso a lo que damos valor es lo
que respalda el dinero y el dinero se diluye en unos y ceros en el silicio de
una pastilla de memoria.
No obstante, y por mucho que
creas que tienes claras muchas cosas, la película es desasosegante desde el
primer fotograma y es un desasosiego que te acompaña todo el rato. Un
desasosiego que te habla del fraude enorme que sirvió de base a quienes
pusieron a los pies de los caballos el verdadero valor de las cosas y trasladó
ese valor de las cosas mismas a aquello que no es nada en sí, salvo la
representación del propio valor. Y por eso utilizan tu dinero para
enriquecerse, para hacer subir los fondos de inversión que crecen con el
derrumbe de todo lo demás, todo ese castillo de naipes levantado con pies de
barro sobre las hipotecas basura, que se destruyó en meses, llevándose consigo
la estabilidad de otras economías, como la del euro, especialmente sensible a
las fluctuaciones de la economía americana. Lo que me gusta de la película no
es solo lo que cuenta, sino el modo en el que nos lo cuenta, el modo en el que
nos sitúa ante la realidad de que el dinero en sí mismo no es nada, carece en
absoluto de valor, y a nadie le interesa, porque hoy ya nadie quiere tener
dinero. Hoy “la gente”, esa misma “gente” que hizo posible el crecimiento
exponencial de la oferta inmobiliaria, lo que quiere no es dinero. No es
exactamente dinero, sino poder adquisitivo. Lo que la “gente” quiere tener es posibilidad de
compra. Le da igual si es porque tiene dinero o sencillamente porque tiene
crédito.
Me pareció muy especial la
película, ya te digo, y me dio mucho que pensar. Más aún si tienes en cuenta
que el público que asistía a la proyección era fundamentalmente del mundo de la
empresa, por lo que cada movimiento en falso iba a ser contestado por un
aluvión de protesta, no por una manifestación espontánea de fe. Y sucedió que
muchos de los que estábamos allí pudimos comprender que, en medio del
desasosiego, aún en el momento más crítico, vale la pena aguantar dos minutos
más, esperar a que ese desasosiego se endulce con un gesto, con un sentimiento
de protección, con un soplo de fuerza, de magia angélica. Porque hasta en las
situaciones más críticas, la solidez del valor de las cosas no está en su
precio, sino en cómo nosotros las valoramos.
Y sí, es cierto, el tema sigue
siendo el juicio, aunque yo te hable de estas tonterías para despreocuparme de
si llegan o no llegan a la Audiencia los letrados, que es de lo que se habla
estos días en los bares.
sábado, 23 de enero de 2016
Perder el juicio. (En Hoy por Hoy León, 22 de enero de 2016)
Una de las consecuencias de haber nacido en La Mancha es que
uno se cría en la idea de que Don Quijote fue un personaje histórico. Es muy
difícil comprender que se trata de un personaje de ficción. En cada uno de esos
lugares en los que se hace referencia a algo que hizo el Ingenioso Hidalgo, los
molinos, la cueva de Montesinos, la Venta en la que veló sus armas para armarse
caballero, aparece alguna inscripción que lo atestigua, con lo que resulta
difícil deslindar ficción y realidad. La verdad es que siento que es
verdaderamente difícil deslindar una cosa de la otra. Y si no, que se lo
pregunten a Rajoy con el tema de la llamada del falso President.
En la tele, en la radio, en los periódicos, en internet, la
cuestión de la semana es sin duda alguna, como hablábamos el viernes pasado, el
tema del juicio, pero el tema del juicio es una discusión, un deslinde, una
dilucidación entre lo que es fantasía y lo que realmente sucedió. Ocurre como
con el Quijote, que lo que realmente sucedió no lo sabe nadie, quiero decir
que, hay una realidad, la de que Cervantes se inventó esa maravillosa novela,
como es verdad que hay otra realidad, que es la del asesinato de una persona y
el juicio que se hace de quienes pudieran haber sido las autoras, aunque esa
realidad no nos es enteramente cognoscible, por mucho que alcancemos a conocer
multitud de circunstancias. Por eso mi idea de hoy es la de proponer una
pérdida del juicio. No hablo exactamente de lo que te imaginas, sino que
sencillamente propongo una huida de todo lo que pueda tener que ver con el Juicio
del crimen de Isabel Carrasco, como si desapareciese, como si se perdiera en la
noche informativa. ¿Te das cuenta de lo que te digo? ¿Qué pasaría si dejásemos
de ver el juicio y de emitir nuestra propia sentencia? ¿Qué pasaría si, en ese
sentido en el que lo estoy diciendo, perdiéramos el juicio? Perder el juicio,
sí. Claro que no el nuestro. No nuestro juicio, sino el de ellos. Podríamos
hacer una intentona y dejarlo absolutamente de lado y convertirnos en un
Quijote del XXI, alguien que ha perdido el juicio, alguien que ha perdido
virtualmente el juicio.
Perder el juicio podría ser la ausencia de arrepentimiento.
Hablan quienes defienden las teorías de la comunicación no violenta de que
existe una bondad natural, en el más puro estilo rousseauniano, una especie de
compasión natural que se experimenta en todos los seres humanos. Dicho a lo
cañí: todo el mundo es bueno. ¿Acaso no tenemos tendencia, llevados de esa
compasión natural, a sentirnos un poco en la piel del otro? Parece una locura,
una insania, una pérdida absoluta de juicio pensar que todo el mundo es bueno.
Desde luego, quienes asesinaron a Isabel Carrasco pensaron que eso no era
verdad. ¿Y cuántos en aquellos días se lanzaron a proclamar juicios sin pruebas
sobre la supuesta maldad de la persona asesinada? Asistimos a los festivales de
opinión como quien oye llover. Dejamos que algunas opiniones, la mayoría de las
veces exageradas o infundadas, tomen cuerpo a nuestro alrededor llevados por un
enfermizo afán de bonhomía. ¿Y luego qué? Luego el débil sueño de los justos,
el silencio de los bienpensantes, el dejar pasar que llevó en los años treinta
a Hitler al poder en Alemania y que permitió al partido nazi devenir en la
máquina imparable de destrucción del ser humano en que se convirtió. El
fanatismo es ese mecanismo el que utiliza, el silencio de los más, esa callada
aceptación que nos mueve a deshacernos para siempre de todo arrepentimiento.
viernes, 15 de enero de 2016
Juzgar, jugar, jurar. (En Hoy por Hoy León, 15 de enero de 2016)
Se presenta esta semana como la primera semana
del juicio. No sé si te acuerdas de las primeras impresiones que tuviste al
saber de la muerte de Isabel Carrasco. La noticia corrió en segundos por todos
los medios y en apenas unos minutos ya había comentarios ridículos que dieron
lugar a una polémica sobre la libertad de expresión que desviaba absolutamente
la mirada de la cuestión principal: la muerte violenta de un ser humano a manos
de otro. Me gustaría decirte que las cosas son sencillas, tan sencillas como
dice Teresa paseando su sabiduría en compañía de una maestra que reventó toda
su gracia sevillana en el valle del Torío. Las cosas son sencillas, dice
Teresa: si uno dice esto, es esto y no hay posibilidad de que sea otra cosa. Si
las cosas fuesen así de sencillas, envidiada Teresa, es verdad que sería fácil
hacer juicios. Nadie temería la posibilidad de equivocarse, de tomar una cosa por
otra. Dice el Ministerio Fiscal que en el caso de la Presidenta de la
Diputación, el crimen fue bien planeado y sorprendentemente bien ejecutado
hasta el punto de que estuvo muy cerca de salirles bien.
¿Qué hubiera pasado si no son
descubiertas las autoras? ¿Cómo de diferente habría sido nuestro juicio hacia
sus personas? Seguramente serían consideradas como víctimas de la particular
forma de entender la política de la Presidenta asesinada. Pero estaba allí
aquel policía retirado. La fortuna o el destino, vaya usted a saber qué, hizo
que las cosas fuesen de otra forma, de manera que hoy juzgamos a las presuntas
asesinas como tales y no nos cuesta ni un gramo de vergüenza lapidarlas
moralmente con absoluta impunidad en la barra del bar o en la sobremesa de la
comida familiar. Y de la misma manera que juzgamos ligeramente a estas personas
antes de que sean juzgadas, porque ya damos por sabida su culpabilidad, lo
hacemos con tantas otras cosas banales y juzgamos permanentemenete a los otros,
ya sea por lo que sabemos que han hecho, por lo que creemos que han hecho, por
lo que nos dicen que han hecho o por lo que pensamos que pueden hacer. Pero
juzgar de ese modo, querida Teresa, sería posible si las cosas fuesen simples,
y resulta que la vida es compleja, por lo que juzgar de ese modo es
sencillamente ser injusto.
Lo divertido es que tampoco debería importarnos
demasiado que nos juzgaran o que nos dejasen de juzgar. Si cada uno sabe qué es
lo que le está pasando y qué es lo que le coloca en cada momento en el lugar
que ocupa, debería importarnos bien poco que nos juzgaran bien o que nos
juzgaran mal. Yo, de todos modos, estoy encantado con no formar parte de ese
jurado que tendrá ante sí una tarea tan delicada, aunque desde luego prefiero
el papel de jurado al del que se tiene que sentar en el banquillo. Nunca me ha
gustado juzgar ni ser juzgado, y eso que es verdad que en el fondo muy poco
importa este asunto.
No sé si has visto la palabra sonríe en
el autobús de Amidown. ¿Te das cuenta de lo poco importante que es un juicio?
Este sábado contaba la madre de Paula, una niña con síndrome de Down, que estaba
muy preocupada por algo que le habían dicho y entonces, su niña, se le acercó a
ella y le dio un fuerte abrazo, al tiempo que le decía: “no te preocupes, mamá,
¿no ves que todo esto no es más que un juego?” ¿Ves qué cerca están las
palabras “juzgar” y “jugar”? Consigues una de la otra dejándole caer una “z” en
el sueño de los justos, y el juicio pierde su solemnidad. Solo que si quieres
seriedad de nuevo, enseguida tienes “jurar” en lugar de “jugar”.
viernes, 8 de enero de 2016
La cabra. (En Hoy por Hoy León, 8 de enero de 2016)
Llevo quince días sin leer
un periódico, sin ver una noticia, sin oír la radio, sin echar un ojo a
Twitter, ni asomarme a Facebook. Se puede decir que he vivido en la ignorancia,
en la absoluta ignorancia. Y debo decirte que eso no me ha hecho más feliz. Al
contrario. Para empezar, me deja sin tema para este artículo, porque siempre me
pide Chechu que hable de algo que tenga que ver con León y tengo que confesarte
que estoy tan fuera de juego que no tengo ni idea de qué decirte. Ayer por la
mañana vine al centro para resolver unos asuntos y al marchar otra vez al
pueblo me pasé por uno de los centros comerciales que estaba invadido por los
que buscan gangas en las rebajas, los que devuelven compras o los que
entretienen la lluvia al calor de las tiendas. Me sentí arropado por la gente y
esa sensación de desamparo que últimamente me acompaña a todas partes,
desapareció.
Debería decirte que era
odioso el enjambre de compradores afanados en sus quehaceres, pero no fue esa
la impresión que tuve. Al contrario, invertí más tiempo del que necesitaba y me
dejé arropar por el vaivén de la masa en los pasillos. Se despejó por un
momento esa sombra de tristeza que me acompaña en estos días y me convertí en
una hormiguita más de las que paseaban sus bolsas hasta el coche. Incluso tuve
ocasión de charlar con dos personas conocidas, que me recordaron, cada una
desde su estantería de recuerdos, que vale la pena seguir trabajando en esto en
lo que yo trabajo y que, aunque parezca que todo el torbellino de carne y huesos
que entra y sale sudoroso de los probadores es pura tragedia consumista, no es
así y hay en todos ellos un destello, el brillo de una inteligencia en marcha,
un toque de conciencia que nos coloca a años luz de la mera mercancía. Se ve
que, aunque nos luzca decir que no es así, la llamita de la educación prende en
la mayoría de las personas y eso hace que sean mejores y que el conjunto de la
masa en movimiento compulsivo comprador sea menos desolador de lo que
banalmente nuestra culta estulticia a veces presupone.
Te había prometido titular
este artículo, “solo los facinerosos me hablan”, pero te voy a hacer una trampa
y te lo voy a esconder en esta línea para comprobar si lo has escuchado o, al
menos si lo has leído. Sé que en tu silla del éxito, y del esfuerzo, desde ese
despacho en tu estudio de Londres en el que proyectas grandes obras para países
exóticos, la vida pequeña de un centro comercial en el primer día de rebajas es
muy poca cosa, pero fíjate: yo me sentía solo y perdido; tenía en la cabeza
aquella idea que te comenté la Noche de Reyes de que solo los facinerosos me
hablan y encontré en la gente el calor de la vida diaria y me sentí una persona
nueva, alguien que pudiera tener algo que decir.
No es esa la epifanía, de la
que habla Murakami en su primera novela, pero algo semejante. Es como esa cabra
que describe el genial escritor japonés. Una cabra que lleva colgando a todas
partes un pesadísimo reloj que no funciona, hasta que se encuentra con un
conejo, que le pregunta por qué lo hace. Y como resulta que ella solo sabe
decir que es la costumbre, que lleva esa carga desde hace mucho tiempo, el
conejo un día le regala una caja en la que hay un reloj ligero que marca bien
la hora. La cuestión no es ser o no facineroso, la cuestión es saber si llevas
una carga por costumbre y cómo quitártela de encima.
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