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viernes, 8 de enero de 2016

La cabra. (En Hoy por Hoy León, 8 de enero de 2016)

Llevo quince días sin leer un periódico, sin ver una noticia, sin oír la radio, sin echar un ojo a Twitter, ni asomarme a Facebook. Se puede decir que he vivido en la ignorancia, en la absoluta ignorancia. Y debo decirte que eso no me ha hecho más feliz. Al contrario. Para empezar, me deja sin tema para este artículo, porque siempre me pide Chechu que hable de algo que tenga que ver con León y tengo que confesarte que estoy tan fuera de juego que no tengo ni idea de qué decirte. Ayer por la mañana vine al centro para resolver unos asuntos y al marchar otra vez al pueblo me pasé por uno de los centros comerciales que estaba invadido por los que buscan gangas en las rebajas, los que devuelven compras o los que entretienen la lluvia al calor de las tiendas. Me sentí arropado por la gente y esa sensación de desamparo que últimamente me acompaña a todas partes, desapareció.

Debería decirte que era odioso el enjambre de compradores afanados en sus quehaceres, pero no fue esa la impresión que tuve. Al contrario, invertí más tiempo del que necesitaba y me dejé arropar por el vaivén de la masa en los pasillos. Se despejó por un momento esa sombra de tristeza que me acompaña en estos días y me convertí en una hormiguita más de las que paseaban sus bolsas hasta el coche. Incluso tuve ocasión de charlar con dos personas conocidas, que me recordaron, cada una desde su estantería de recuerdos, que vale la pena seguir trabajando en esto en lo que yo trabajo y que, aunque parezca que todo el torbellino de carne y huesos que entra y sale sudoroso de los probadores es pura tragedia consumista, no es así y hay en todos ellos un destello, el brillo de una inteligencia en marcha, un toque de conciencia que nos coloca a años luz de la mera mercancía. Se ve que, aunque nos luzca decir que no es así, la llamita de la educación prende en la mayoría de las personas y eso hace que sean mejores y que el conjunto de la masa en movimiento compulsivo comprador sea menos desolador de lo que banalmente nuestra culta estulticia a veces presupone.

Te había prometido titular este artículo, “solo los facinerosos me hablan”, pero te voy a hacer una trampa y te lo voy a esconder en esta línea para comprobar si lo has escuchado o, al menos si lo has leído. Sé que en tu silla del éxito, y del esfuerzo, desde ese despacho en tu estudio de Londres en el que proyectas grandes obras para países exóticos, la vida pequeña de un centro comercial en el primer día de rebajas es muy poca cosa, pero fíjate: yo me sentía solo y perdido; tenía en la cabeza aquella idea que te comenté la Noche de Reyes de que solo los facinerosos me hablan y encontré en la gente el calor de la vida diaria y me sentí una persona nueva, alguien que pudiera tener algo que decir.


No es esa la epifanía, de la que habla Murakami en su primera novela, pero algo semejante. Es como esa cabra que describe el genial escritor japonés. Una cabra que lleva colgando a todas partes un pesadísimo reloj que no funciona, hasta que se encuentra con un conejo, que le pregunta por qué lo hace. Y como resulta que ella solo sabe decir que es la costumbre, que lleva esa carga desde hace mucho tiempo, el conejo un día le regala una caja en la que hay un reloj ligero que marca bien la hora. La cuestión no es ser o no facineroso, la cuestión es saber si llevas una carga por costumbre y cómo quitártela de encima.

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