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viernes, 19 de febrero de 2016

Across the Universe. (En Hoy por Hoy León, 19 de febrero de 2016)

Cuando conocí a este profesor de francés supe al instante que, como Machado, es, en el buen sentido de la palabra, bueno. Quizá debería terminar aquí este artículo, pero las palabras brotan en mi interior como lluvia en una taza de papel, si me permites que utilice las palabras de Lennon que se desvanecen a través del universo.

Algunas imágenes se nos quedan en la memoria y nos vuelven en momentos inesperados, por las razones más sencillas. En estos días, por razones obvias, recuerdo imágenes del Estudio 1 en el que vimos por la tele “Doce hombres sin piedad”. Sé que es la versión española, porque las imágenes que recuerdo no me traen el rostro de Henry Fonda, sino la mirada inquietante de José María Rodero, la fuerza de Jesús Puente, la sensibilidad de Fernando Delgado, la desesperación de José Bódalo. Me hubiera sabido mal no recordar a Pedro Osinaga, Sancho Gracia, Rafael Alonso, Luis Prendes, Carlos Lemos, Manuel Alexandre o a los geniales Ismael Merlo y Antonio Casal, porque siempre he amado el teatro y estos doce nombres son los de doce mitos en mi imaginario, aunque podríamos sumar muchos más. Y ya te digo que recuerdo la imagen de José Bódalo llorando apoyado en la mesa porque siente la distancia de su hijo y la proyecta contra el acusado hasta el último minuto. Pero lo que mejor recuerdo son las lámparas de la sala, dos bolas de cristal blanco, de ese cristal traslúcido que hoy sería plástico. Aquellas bolas tan de una época, tan de edificio público o de casino o de cafetería del centro de una ciudad provinciana.

Me imagino al jurado reunido. Me imagino sus deliberaciones. Y me viene a la cabeza Rodero obligando a pensar, removiendo las conciencias de todos los demás jurados para alcanzar un veredicto de no culpabilidad. Ya me imagino que hoy la cuestión está mucho más en el lado de la técnica y que no basta la intervención de un hombre bueno para hacer saltar por los aires la convicción de los demás. Ya no hacen falta hombres buenos y, si me apuras, tampoco hacen falta hombres sin piedad. Veo que, si me permites la fantochada, en el afán por ponernos a salvo de los propios hombres, estamos dejando de serlo, porque ya no tenemos la mente abierta por la que puedan atravesar olas de felicidad y charcos de tristeza. 

Esa es la enseñanza de este compañero, primero maestro de francés y después profesor de Inglés en el Instituto,: que es preciso tener siempre la mente abierta, pero que hay que hacerlo no porque sea conveniente o porque sea mejor. Sencillamente hay que tener la mente abierta y ser capaz de cambiar de opinión, porque la felicidad puede estar en cualquier soplo que recorre el universo, cualquier pensamiento nuevo, cualquier sonrisa, cualquier paseo. Debajo de una botella de Burdeos en un bistrot parisino, en un lago helado de Lituania al lado de un pescador que mira el mundo desde su agujero en el hielo o en el cuaderno de un alumno de Formación Profesional Básica en un aula de un Instituto de Armunia, puede estar el eco de esa felicidad que te recorre entero cruzando el universo. Con ese deseo de romper barreras, de mantener abierto el espíritu a la nueva idea, este compañero del que te hablo ha iluminado el mundo por donde ha pasado, en Barcelona, en Santa María, aquí en León, en el Bellido, con el sol en las manos, compartiendo actuaciones de éxito, como la tertulia sobre educación que tuvimos ayer en el Instituto, un monumento a la tolerancia, al deseo de mejora y a la amplitud de miras. 

Por mucho que te merezcas descansar, vuelas siempre a través del universo.

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