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viernes, 17 de junio de 2016
Reparando el cielo. (En Hoy por Hoy León, 17 de junio de 2016)
Se me hace muy duro, visto así, eso de quemar dieciocho mil euros
en menos de media hora. Se me hace muy duro, porque sé lo que te gustan los fuegos
artificiales y contarte que eso es lo que va a costar la tirada del día veintitrés
es, de algún modo, hacerte sentir culpable, porque sabes todas las cosas
necesarias que se pueden hacer con ese dinero y encender el cielo de colores
quizá no te parezca del todo necesario y menos hoy, hoy que sientes que están
rotas todas las promesas. Pero hace falta llenar de luces las miradas. No sé si
es gastar demasiado o demasiado poco, pero sí sé que hace falta cubrir de
brillo el horizonte en estos días tan ciegos.
Sé que detrás está lo oscuro, que ese cielo que se incendia es
solo un momento de vanidad, una ilusión efímera que salta a tus ojos para
anunciar la fiesta. Luego no hay nada. Tras el apagón del último estallido,
vuelve la oscuridad. Pero qué bonito es ver el cielo arañado de colores. Cuando
era niño aprendí a ver los fuegos artificiales desde la distancia y me
sorprendió después el ruido. Me enciende el temblor de la traca y me apena su
anuncio de final. Dieciocho mil euros que se queman en un momento, una nadería
al lado del caché de Bertín, otra traca. Y hay veces, situaciones de la vida,
en las que uno siente que alguien muy cercano está encendiendo una traca final,
una especie de arrebato ruidoso de insultos y descalificaciones, el descorche
de todas las iras contenidas durante años y es un momento de pólvora, un fulgor
de luces que lo llenan todo, hasta que después del último estallido la noche se
apodera otra vez del silencio y es como el martes, que solo había en el cielo
de León el rastro de la estación espacial. Así es que esa estrella que veías,
pensando que era algo mágico, era solo un montón de chatarra del futuro. El Rey
Arturo nos avisó del fenómeno y no supimos levantarnos de la mesa redonda para
asomarnos, pero el cielo estaba roto y tuvimos que salir a repararlo. Estuvimos
reparando el cielo para que no se cayeran las estrellas que albergan los
sueños.
Te digo que no sé si el concierto de Bertín Osborne dará tanto
juego. Me dan ganas de salir corriendo y, desnudo en un lago de plata,
levantarme como si de verdad fuera Lancelot y buscar a Ginebra entre las
sombras y leerle lo que escribo, mientras lo escribo, para que sonría y suspire
y se ría y no pueda dormir ya nunca más y me pregunte en la distancia por qué
hago estas cosas, por qué no me siento culpable mientras se derrochan dieciocho
mil euros en un disparo de luz y de ruido. Y me imagino que el fuego que arde
en el sueño del amor es el fuego de la Noche de San Juan, el fuego auténtico,
el fuego de la hoguera, esa hoguera que se enciende para que la salten los que
saben de la fiesta, los que juegan a la fiesta, los que construyen la fiesta
sin ser meros espectadores.
No sé si te das cuenta de que estamos viviendo un mundo en el que
solo admiramos lo que pasa, como ese espectador que se asoma a su propia vida
sin vivirla. Por eso vamos a ir al concierto de Bertín, por eso nos gustará ver
los fuegos artificiales junto al río, porque no tendremos nada que hacer, salvo
mirar. Lo otro, bañarse a la luz de la luna en un río escondido o prender la
leña de la hoguera que después saltarán, queda reservado a los caballeros de la
mesa redonda y a sus damas.
viernes, 10 de junio de 2016
Elástico, como la cinturilla de una falda. (En Hoy por Hoy León, 10 de junio de 2016)
La plaga del gusano gris
devora el maíz al atardecer y los agricultores hacen sonar las alarmas porque
los tratamientos fitosanitarios que están llevando a cabo no están siendo
eficaces. El campo siempre está en problemas. Miramos la negrura de la mina a la
vez que vemos la inseguridad de la agricultura y si escuchamos en el recuerdo
de las noticias, enseguida vemos cómo el sector primario se encuentra siempre
en primera línea de alerta. Me parece que no está bien incluir la minería en el
sector primario, pero a mí me gusta verlo así, porque creo que los minerales son
algo que nos da la tierra, algo que recogemos de ella como quien recoge la miel
de las abejas o la madera de los chopos. Y sobre esas cosas que nos da la
tierra venimos oyendo voces de alarma desde siempre, porque cada vez estiramos
más de ellas.
Así es que el gusano gris
devora las plantas de maíz a la altura del grano de germinación y de esa manera
impide el brote. La frase es tan enigmática como clarificadora, quiero decir
que, sin saber bien qué es exactamente lo que hace el gusano, se comprende que
es algo devastador, y la advertencia de que devora una finca entera en una
noche es sobrecogedora. Cierto que en la noticia que he leído se habla de “una
finca” sin clarificar el estándar, porque ya me imagino que esa finca no es
devorada por un solo gusano y que sus dimensiones no son unas dimensiones
concretas. Me da por imaginarme un gusano glotón devorando todo el maíz que hay
entre Villadangos y Hospital de Órbigo en una sola noche y me echo a temblar. ¡Menudo
gusanón! Pero no es mi intención entrar en polémica sobre esta cuestión, que ya
sé que decir que el gusano devora una finca en una noche es solo una manera de
hablar, una forma de explicar lo importante del problema. Pero déjame que estire
el asunto por ese lado, déjame tirar de ahí. Déjame hablarte del gusano, déjame
explicarte cómo se siente, cómo vive esa vida gris de gusano gris escapando del
tratamiento fitosanitario.
Ocurre que uno puede
sentirse gris como un gusano gris, devorador insaciable del grano, y pensar que
su vida no es otra cosa que eso, arrastrar la barriga por los campos de maíz
sin más horizonte que ese mundo pequeño y sin colores. Nos ocurre con
frecuencia que los otros nos colocan, o nosotros mismos nos colocamos -¡qué sé
yo!-, en ese estante del fracaso y nos
sentimos grises como un gusano, pequeños, desafortunados. Es porque, en muchas
ocasiones, estamos viviendo una vida impropia y lo hacemos porque nuestra
realidad es como el elástico de un pantalón de deporte o la cinturilla de una
falda, que se pueden estirar para que quepa cualquier barriga, aunque sabemos
que la falda, o el pantalón, solo le quedan bien al que viste la ropa de su
talla. La realidad nos permite creernos que vivimos como nosotros queramos creer
que vivimos, esa es su gran virtud, la elasticidad. Es terca, porque la
realidad siempre termina imponiéndose, siempre termina volviendo a su verdadera
dimensión, pero puede estirarse cuanto haga falta para hacernos creer que
vivimos lo que nosotros queremos. Pero, escúchame bien, es muy importante saber
vestirse un pantalón o una falda de la talla en la que uno está cómodo, para
que estirar de la cinturilla sea solo una pequeña aventura, un acto infantil,
una travesura y no un eterno suplicio, para no verse en la obligación de gusano
gris de tener que devorar en una noche una finca entera.
sábado, 4 de junio de 2016
Más nostalgia que tristeza. (En Hoy por Hoy León, 3 de junio de 2016)
La
noticia es que “la roja” vuelve a León. Así dicho, descoloca a cualquiera. En
cuánto ves las fotos te das cuenta de que esa roja que viene es la selección
española y que eso que tanto importa es el fútbol. Claro que es estupendo para
la ciudad que venga la selección. Saldremos por la tele y es que, como se decía
en León Deportivo esta semana, estamos de moda. “Será por el AVE”, dijo alguien.
Será por eso o porque hay instituciones deportivas y políticas que están
favoreciendo que esto suceda. Y eso es bueno. Ya hace tiempo que sabemos que el
pulso de la ciudad late con el turismo. Por eso es importante estar de moda, y
por eso es una noticia, casi tan buena como la de que la roja viene al Reino de
León, la de que se va a poner en marcha la reforma del Museo de San Isidoro,
aunque no tenga tanta repercusión mediática. Tengo que confesarte que de todos
los lugares hermosos que hay en León, para mí no hay ninguno tan especial como
el Panteón de los Reyes. Siento que en esa pequeña cripta, envuelto en esas
maravillosas pinturas, late el corazón de la historia del Reino. Y, cada vez
que bajo allí, percibo sus latidos.
Esas
pinturas son como el pericardio del corazón del león y esa imagen de la sangre
bombeada desde la cripta me devuelve a la idea de la roja y recuerdo aquel once
de junio del año pasado en que todavía no habían ocurrido tantas cosas y me
parece que este año que ha transcurrido es una brecha en el tiempo tan sangrante
que va a ser imposible de restañar. Y eso que, cuando me paro a pensarlo,
entiendo enseguida que todos los años pasan muchas cosas, que todos los años
hay atentados, escándalos políticos, terremotos, migraciones, desastres de toda
clase. Todos los años, en lo personal, mudamos la piel sin darnos cuenta y nos
convertimos en lagartos extraños a nosotros mismos. Lo que pasa es que hay
mucha gente que anda estos días con tensión en el pericardio. Me lo describía
un amigo: “tengo arritmias, angustia, presión en el pecho, yo creo que tengo
tensión en el pericardio”, me dijo. Y sí, andamos con el pericardio a cien. Así
es que hay que tomar distancia de las cosas y olvidarse del color rojo de la
sangre y buscar el rojo en otras cosas. Mira por ejemplo el rojo de las
amapolas que han crecido en el andén de la estación. De la antigua estación, ya
sabes, la de la calle Astorga, que sigue luciendo su belleza esperando a ver
qué hacemos con ella y que aprovechando que llega la primavera se decora de
amapolas. Mi cuerpo es una locura de amapolas, dice, y se sobreentiende que
está ahí para que la disfrutes. El rojo
de la sangre, con la muerte, se transforma en rojo de amapolas, en azul de
malvas, en amarillo de retamas, en vida que se extiende desde el suelo.
Te
lo cuento porque hace unos días se murió Carlos Romero uno de los hombres que
más se preocupó por otro de los grandes tesoros de León, su riqueza natural y
paisajística, un doctor en flores, como lo bautizó Trapiello y, hablando con su
hijo, me quedé con una frase que vengo repitiendo. “Tengo más nostalgia que
tristeza”. ¡Qué cosas! Eso es justo lo que me pasa, que tengo más nostalgia que
tristeza. No por la muerte del padre de mi amigo, que esa nostalgia le
corresponde a él, sino por ese pericardio sano y fuerte que tuvimos algún día.
A ver si cuando venga la roja a León nos inventamos otra moda, que esa de
silbarle a Piqué ya está pasada y, aunque sea septiembre, podremos conservar en
el alma esa locura de amapolas.
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