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sábado, 24 de septiembre de 2016

El agujero. (En Hoy por Hoy León, 23 de septiembre de 2016)


Ayer, en la puerta de entrada del Instituto de Eras de Renueva, había un tiovivo. Los colores de la carpa decoraban la noche, esa primera noche de otoño, y el resto de caravanas, no sé si la taquilla u otras atracciones, dormían recogidas junto a la acera. Es una imagen que siempre me produce melancolía, la imagen de la feria recogida, una imagen apropiada para señalar el comienzo del otoño.

De pequeño soñaba con la libertad de los feriantes. Envidiaba el hecho de no vivir en un solo lugar y reconozco que había una mujer rubia en una caseta de tiro que me parecía el arquetipo de la sensualidad. El verano es eso. La infancia viene y va. Nunca desaparece por entero. Ayer también en el hall del Auditorio, me encontré con la infancia al salir de la platea. Estuve charlando dos minutos con un amigo de mi hijo, ese amigo de toda la infancia con el que se aprende que las familias no son todas como la de uno mismo, pero que son todas la misma, porque en todas las casas hay mesa camilla, en todas las casas duermen los recuerdos de los veranos, en todas las casas el frío del invierno se acuesta en la chimenea a ver llegar la primavera, en todas las casas se oye alguna vez el sonido de la cucharilla rebañando el plástico del yogur, hasta que suenan las voces que llaman desde fuera y hay que salir a la calle y escapar de las faldas, soltar la cucharilla, dejar atrás la chimenea. Los chicos se hacen mayores y vuelan y te los encuentras al salir del teatro y de repente te dicen que se han convertido en un hombre o en una mujer y que se van, que se van al Reino Unido, a Brasil, a Italia, que se van a la otra esquina a empezar una vida cuyos tickets se venden en la roulote que hay aparcada en la acera de al lado del Instituto. Y es así como uno siente que está tan cerca el agujero, porque todo se cae, porque el tiempo resbala hacia ese momento de soledad en el que tu propia infancia te impone la obligación de ser feliz.

Ayer este amigo de mi hijo salía feliz del teatro, como todos. Habíamos podido elegir el agujero, porque estaba enfrente, pero nos fuimos al otro lado, a que nos pusieran un supositorio de inteligencia. Nos contagió el virus cervantino de la libertad, de la capacidad de pensar por uno mismo, de imaginar el río Guadalquivir en el escenario del Auditorio. Nos sobrepasó el eco de Cervantes contagiando cada neurona, cada célula, para comprender que la manera de salir del agujero no es otra que resbalar hacia la risa, la risa de la infancia estallando a carcajadas, la risa cómplice, la risa comprometida con la verdad y con el sueño, la risa franca de quienes entienden que es posible salir de las cadenas de la televisión, el encierro de la rutina, la prisión de la incultura. Y allí estaba Corrales, para recordármelo todo, para centrarme en mi realidad de hoy, diciéndome que se iba al Reino Unido y que le había encantado Ron La Lá.

No necesitamos agujeros, no necesitamos paraísos en las Bahamas, no nos hace falta nada de eso. El viejo sueño de vivir una vida auténtica está escrito desde hace años en los colores de los caballitos del tiovivo, por eso lucía elegante en la entrada del Instituto cuando todo lo demás estaba recogido, porque ese giro de belleza hacia la infancia nos conduce a la felicidad y es nuestro deber saber reconocerlo en todo.

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