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viernes, 27 de enero de 2017

Nunca falta nadie. (En Hoy por Hoy León, 27 de enero de 2017)

Déjame que te haga una pequeña confesión: cuando escribo estos artículos para el viernes me siento al ordenador con una idea difusa en la cabeza de lo que te quiero contar y, para traerla al papel, en contra de lo que dice la teoría, lo primero que hago es escribir el título. Y hoy acabo de escribir esta línea como título: nunca falta nadie.

Tampoco estoy seguro de que eso sea verdad, te confieso. Que nunca falta nadie es una afirmación muy severa, porque enseguida sabemos decir los nombres de todos quienes nos faltan, porque los tenemos siempre con nosotros, pero, de algún modo, ese tenerlos con nosotros, aunque no sea físicamente, es una manera de hacerlos presentes, de evitar su ausencia. Nunca falta nadie, siempre estamos quienes debemos estar. Y sobre todo, siempre estás tú. Date cuenta de que, en todo lo que sucede, siempre estás tú presente y esa presencia lo mancha todo, lo determina, hace que nada sea como sería si tú no estuvieras. Es como eso que decimos de las partículas subatómicas, que se modifican por el hecho de que haya un proceso de observación que les afecta. Lo mismo pasa con nosotros, funcionamos como el electrón que bombardea la realidad y hace que se deforme con su mirada. Te decía hace algunos viernes que debemos intentar librarnos de la mirada del otro y hoy me paro a reflexionar sobre el modo en el que mi mirada modifica las cosas que miro, porque yo siempre estoy presente en todo lo que pasa, en todo lo que me pasa.

Y, hablando de mirar, el fin de semana pasado estuve en Cuenca. No es que me pusiera mirando a Cuenca, es que estuve allí y te lo cuento porque, eso de estar “mirando a Cuenca” dio mucho que hablar. De hecho, fue lo primero que le preguntamos al taxista que nos llevó de la estación al hotel. Lo bonito fue lo que nos dijo hablando de la ciudad, cuando una compañera le preguntó por lo que había que visitar. Dijo: “no, si aquí no hay nada especial, solo que el centro se conserva tal y como era en la Edad Media; cuando hace falta arreglar alguna casa, se hace conservando lo que había”.

 Ya ves, una tontería. Yo sé que no es del todo verdad, que la ciudad no se mantiene exactamente como era en la Edad Media, pero el taxista dice que es así, porque siente que es así, porque ha convivido con esa idea de respeto al patrimonio. Yo no soy quien para escribir sobre esto. Primero porque no tengo todos los datos y, desde luego, porque personas con opinión mucho más respetada que la mía lo han hecho. Escribir sobre la Plaza del Grano después de leer los artículos que se han publicado sobre ella y que puedes leer en la web de la Plataforma, sería un atrevimiento por mi parte. Por eso te hablo de Cuenca, de cómo tienen ese sentimiento de estar conservando lo mejor de sí mismos. Y, a mí, la Plaza del Grano me parece algo de lo mejor que tenemos en León. Entiendo los argumentos del Ayuntamiento, pero no los comparto. Creo que una actuación transformadora, por mucho que facilite la vida a los vecinos, no es oportuna en este caso, porque debe primar una acción conservadora. Nunca pensé que diría esto sobre algo, porque siempre he pensado que los movimientos transformadores nos conducen a la felicidad más que los movimientos conservadores, pero, en este caso, conservar la Plaza como es, vale más que transformarla.

viernes, 20 de enero de 2017

Una nube de normalidad. (Audio)

Una nube de normalidad. (En Hoy por Hoy León, 20 de enero de 2016)

De Trobajo del Cerecedo a Vilecha solo hay que atravesar una autovía. Me imagino que hubo un tiempo en el que el camino iba recto, hasta que se hicieron las vías del tren. Quizá las curvas son de toda la vida, de cuando se trazaban las carreteras siguiendo a un burro que buscaba, al parecer, el mejor camino posible. Siempre me ha encantado esa historia, que imagino falsa, de un burro deambulando por el campo para señalar el camino correcto.

Hablando de educación este miércoles con familias de Vilecha, Ribaseca, Armunia y otros pueblos de esa zona volvió a salir la idea de que para educar a un muchacho hace falta toda la tribu y decíamos que solo eso podría explicar las diferencias que se observan entre el modo de ser de las personas de unos y otros pueblos, más allá de las curvas de los caminos o de las autovías o de las vías del tren. Y hablamos de la necesidad de abordar la cuestión de la educación con metodologías diferentes a las que se vienen usando desde siglos y que todavía hoy perduran, como puede ser la clase magistral, aunque se imparta en pizarras digitales. Es verdad que lo que funciona no debe cambiarse y que si obtenemos tan buenos resultados en el informe PISA, debemos estar contentos. Lo que creo que nos puede nublar el juicio es aferrarnos a ese dato y encerrarnos en las anteojeras del asno aquel que usaban para trazar caminos y no ver que la educación entendida como mera instrucción no tiene ya sentido en el mundo del siglo XXI, un mundo que nos ofrece en internet tutoriales para hacer una tarta de manzana, para construir una maqueta de un barco dentro de una botella o para resolver una integral por cambio de variable. La clave no está en saber, sino en comprender, sentir, imaginar, utilizar eso que se sabe y saber dónde buscar lo que no se sabe. En el universo de los satélites GPS no podemos acudir a un rucio para que nos guíe.

Vuelvo a hablarte otra vez del modo de ser de la gente de Vilecha. Ya lo hice tiempo atrás con motivo de la muerte de una mujer joven y hoy tengo que repetirme. Vuelvo a decirte que estas cosas suceden, que estos dramas nos enfrentan a lo que somos y muestran cómo hemos sido educados. Y el martes, cuando hubo que despedir a una mujer muy joven en Vilecha, ahí estaba la tribu: enseñando a los muchachos. Sé que esto pasa siempre que muere alguien joven. Nos rebelamos contra lo que no nos parece natural, del mismo modo que  asumimos la muerte de las personas mayores con dolor y con pena, pero con la facilidad del curso normal de las cosas. Eso que nos gusta llamar la normalidad. Por eso, ante las situaciones que nos sobrepasan, tratamos de encerrarnos en una nube de normalidad. Encerrados en normalidad, saturados de normalidad, privados de todo sentimiento por el peso de la normalidad.

A veces, conviene escaparse de la normalidad y hacer cosas diferentes. Las flores que llegaron a la Iglesia de Vilecha para el funeral no se quedaron en una tumba: se repartieron por todos los rincones del cementerio, en panteones de amigos y familiares, en las tumbas de los vecinos. Hacer cosas diferentes es conseguir resultados diferentes. Para educar a un muchacho hace falta la tribu, pero una tribu que no lo ahogue en normalidad

viernes, 13 de enero de 2017

Entre pingüino y salamandra. (Audio)

Entre pingüino y salamandra. (En Hoy por Hoy León, 13 de enero de 2017)

Es una canción de Carole King. Habla de un cielo que se derrumba. Dice más cosas. Dice la cantante que siente la tierra moverse bajo sus pies. Son sentimientos conocidos. Un cielo que se derrumba. La tierra moviéndose bajo mis pies. He tenido esa sensación de pérdida de control y, cuando eso sucede, cuando creo que tierra y cielo desaparecen, me descubro como una salamandra, aferrado y camuflado en la pared, porque hay un lugar intermedio, un punto que no es ni cielo ni tierra en el que  estoy seguro, separado de toda la red de inseguridades que se teje a mi alrededor. Cuando era más pequeño, era capaz de hacerlo literalmente. Ahora me resulta imposible vencer la gravedad y caigo al suelo como un torpe pingüino que se tambalea en su pedazo flotante de hielo camino de la deriva más insensata, pensando que esa isla mínima flotante es un refugio entre el suelo y el cielo, un estante en el mar.

Ser pingüino o salamandra es optar por una verticalidad ocre o blanca, un cielo mar o un suelo arena, pero es engañarse en todo, porque en la letra pequeña del contrato de la vida no nos explican que el hielo y el sol son la misma cosa, ni nos dicen que verano e invierno se vencen en las mismas bisagras. Verano salamandra. Pingüino invierno. Date cuenta de que estás con todos los agobios del mes de enero, todas esas cuentas que no terminan de crecer y crecer, con gastos con los que no contabas que se van sumando a los excesos de días pasados y todo se revuelve en una resaca de toses y fiebre que te lleva de cabeza a una cama cruzada en una habitación de hospital. Y te sientes agarrado a la pared como una salamandra, fijo con ventosas de invierno que se pegan al muro para no caerte en un suelo que se derrumba como si fuera el cielo ese del que habla Carole King. O te sientes pingüino tentetieso arrastrado por el hielo que se deshace con el calor del cambio climático, navegando en el río helado que ha dejado de ser glaciar y es esa tierra que tiembla, como la de la canción.

La letra pequeña del contrato de la vida no dice cuándo hay que abrir las plantas que estaban cerradas en los hospitales. No nos explica que la gripe llega antes de tiempo sin avisarnos, sin dejar que nuestro cuerpo herido, salamandra y pingüino, se reponga del susto de la cuenta de la tarjeta de crédito. Pero hay una pared a la que agarrarse para evitar la caída del cielo, un suelo firme en el que resbalar por el hielo sin temor al temblor de la tierra. Es un espacio en el que habita la poesía. No te dejo que vacíes de versos los hospitales. No te dejo que limpies de música los días de ensueño de la luna llena. No te dejo que todo sea gripe o esa enfermedad de la que hablas, esa enfermedad que te obliga a aparcar el vuelo libre de tus palabras.


¿Qué vamos a hacer contigo? Sabes la tempestad que has desatado con lo que has dicho, que se hace poesía solo porque eres tú quien lo dice y eso que ya explicas que no te lo esperabas. Ser poeta. Ser joven. Ser leonesa, o de Ponferrada, como quieras. Ser salamandra o pingüino. Ser tormenta. Estar entre un cielo que se derrumba y una tierra que tiembla destapando el sonido brutal de tus poemas. Hay más poesía que tristeza. Los hospitales están llenos de gripe y de otras muchas amenazas.