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sábado, 28 de enero de 2017
viernes, 27 de enero de 2017
Nunca falta nadie. (En Hoy por Hoy León, 27 de enero de 2017)
Déjame
que te haga una pequeña confesión: cuando escribo estos artículos para el
viernes me siento al ordenador con una idea difusa en la cabeza de lo que te
quiero contar y, para traerla al papel, en contra de lo que dice la teoría, lo primero
que hago es escribir el título. Y hoy acabo de escribir esta línea como título:
nunca falta nadie.
Tampoco
estoy seguro de que eso sea verdad, te confieso. Que nunca falta nadie es una
afirmación muy severa, porque enseguida sabemos decir los nombres de todos
quienes nos faltan, porque los tenemos siempre con nosotros, pero, de algún
modo, ese tenerlos con nosotros, aunque no sea físicamente, es una manera de
hacerlos presentes, de evitar su ausencia. Nunca falta nadie, siempre estamos
quienes debemos estar. Y sobre todo, siempre estás tú. Date cuenta de que, en
todo lo que sucede, siempre estás tú presente y esa presencia lo mancha todo,
lo determina, hace que nada sea como sería si tú no estuvieras. Es como eso que
decimos de las partículas subatómicas, que se modifican por el hecho de que
haya un proceso de observación que les afecta. Lo mismo pasa con nosotros,
funcionamos como el electrón que bombardea la realidad y hace que se deforme
con su mirada. Te decía hace algunos viernes que debemos intentar librarnos de
la mirada del otro y hoy me paro a reflexionar sobre el modo en el que mi
mirada modifica las cosas que miro, porque yo siempre estoy presente en todo lo
que pasa, en todo lo que me pasa.
Y,
hablando de mirar, el fin de semana pasado estuve en Cuenca. No es que me
pusiera mirando a Cuenca, es que estuve allí y te lo cuento porque, eso de
estar “mirando a Cuenca” dio mucho que hablar. De hecho, fue lo primero que le
preguntamos al taxista que nos llevó de la estación al hotel. Lo bonito fue lo
que nos dijo hablando de la ciudad, cuando una compañera le preguntó por lo que
había que visitar. Dijo: “no, si aquí no hay nada especial, solo que el centro
se conserva tal y como era en la Edad Media; cuando hace falta arreglar alguna
casa, se hace conservando lo que había”.
Ya ves, una
tontería. Yo sé que no es del todo verdad, que la ciudad no se mantiene
exactamente como era en la Edad Media, pero el taxista dice que es así, porque
siente que es así, porque ha convivido con esa idea de respeto al patrimonio.
Yo no soy quien para escribir sobre esto. Primero porque no tengo todos los
datos y, desde luego, porque personas con opinión mucho más respetada que la
mía lo han hecho. Escribir sobre la Plaza del Grano después de leer los
artículos que se han publicado sobre ella y que puedes leer en la web de la
Plataforma, sería un atrevimiento por mi parte. Por eso te hablo de Cuenca, de
cómo tienen ese sentimiento de estar conservando lo mejor de sí mismos. Y, a
mí, la Plaza del Grano me parece algo de lo mejor que tenemos en León. Entiendo
los argumentos del Ayuntamiento, pero no los comparto. Creo que una actuación
transformadora, por mucho que facilite la vida a los vecinos, no es oportuna en
este caso, porque debe primar una acción conservadora. Nunca pensé que diría
esto sobre algo, porque siempre he pensado que los movimientos transformadores
nos conducen a la felicidad más que los movimientos conservadores, pero, en
este caso, conservar la Plaza como es, vale más que transformarla.
viernes, 20 de enero de 2017
Una nube de normalidad. (En Hoy por Hoy León, 20 de enero de 2016)
De
Trobajo del Cerecedo a Vilecha solo hay que atravesar una autovía. Me imagino
que hubo un tiempo en el que el camino iba recto, hasta que se hicieron las
vías del tren. Quizá las curvas son de toda la vida, de cuando se trazaban las
carreteras siguiendo a un burro que buscaba, al parecer, el mejor camino
posible. Siempre me ha encantado esa historia, que imagino falsa, de un burro
deambulando por el campo para señalar el camino correcto.
Hablando
de educación este miércoles con familias de Vilecha, Ribaseca, Armunia y otros
pueblos de esa zona volvió a salir la idea de que para educar a un muchacho
hace falta toda la tribu y decíamos que solo eso podría explicar las
diferencias que se observan entre el modo de ser de las personas de unos y
otros pueblos, más allá de las curvas de los caminos o de las autovías o de las
vías del tren. Y hablamos de la necesidad de abordar la cuestión de la
educación con metodologías diferentes a las que se vienen usando desde siglos y
que todavía hoy perduran, como puede ser la clase magistral, aunque se imparta en
pizarras digitales. Es verdad que lo que funciona no debe cambiarse y que si
obtenemos tan buenos resultados en el informe PISA, debemos estar contentos. Lo
que creo que nos puede nublar el juicio es aferrarnos a ese dato y encerrarnos
en las anteojeras del asno aquel que usaban para trazar caminos y no ver que la
educación entendida como mera instrucción no tiene ya sentido en el mundo del
siglo XXI, un mundo que nos ofrece en internet tutoriales para hacer una tarta
de manzana, para construir una maqueta de un barco dentro de una botella o para
resolver una integral por cambio de variable. La clave no está en saber, sino
en comprender, sentir, imaginar, utilizar eso que se sabe y saber dónde buscar
lo que no se sabe. En el universo de los satélites GPS no podemos acudir a un
rucio para que nos guíe.
Vuelvo
a hablarte otra vez del modo de ser de la gente de Vilecha. Ya lo hice tiempo
atrás con motivo de la muerte de una mujer joven y hoy tengo que repetirme.
Vuelvo a decirte que estas cosas suceden, que estos dramas nos enfrentan a lo
que somos y muestran cómo hemos sido educados. Y el martes, cuando hubo que
despedir a una mujer muy joven en Vilecha, ahí estaba la tribu: enseñando a los
muchachos. Sé que esto pasa siempre que muere alguien joven. Nos rebelamos
contra lo que no nos parece natural, del mismo modo que asumimos la muerte de las personas mayores con
dolor y con pena, pero con la facilidad del curso normal de las cosas. Eso que
nos gusta llamar la normalidad. Por eso, ante las situaciones que nos
sobrepasan, tratamos de encerrarnos en una nube de normalidad. Encerrados en
normalidad, saturados de normalidad, privados de todo sentimiento por el peso
de la normalidad.
A veces, conviene escaparse de la normalidad y
hacer cosas diferentes. Las flores que llegaron a la Iglesia de Vilecha para el
funeral no se quedaron en una tumba: se repartieron por todos los rincones del
cementerio, en panteones de amigos y familiares, en las tumbas de los vecinos.
Hacer cosas diferentes es conseguir resultados diferentes. Para educar a un
muchacho hace falta la tribu, pero una tribu que no lo ahogue en normalidad
viernes, 13 de enero de 2017
Entre pingüino y salamandra. (En Hoy por Hoy León, 13 de enero de 2017)
Es
una canción de Carole King. Habla de un cielo que se derrumba. Dice más cosas.
Dice la cantante que siente la tierra moverse bajo sus pies. Son sentimientos
conocidos. Un cielo que se derrumba. La tierra moviéndose bajo mis pies. He
tenido esa sensación de pérdida de control y, cuando eso sucede, cuando creo
que tierra y cielo desaparecen, me descubro como una salamandra, aferrado y
camuflado en la pared, porque hay un lugar intermedio, un punto que no es ni
cielo ni tierra en el que estoy seguro,
separado de toda la red de inseguridades que se teje a mi alrededor. Cuando era
más pequeño, era capaz de hacerlo literalmente. Ahora me resulta imposible
vencer la gravedad y caigo al suelo como un torpe pingüino que se tambalea en
su pedazo flotante de hielo camino de la deriva más insensata, pensando que esa
isla mínima flotante es un refugio entre el suelo y el cielo, un estante en el
mar.
Ser
pingüino o salamandra es optar por una verticalidad ocre o blanca, un cielo mar
o un suelo arena, pero es engañarse en todo, porque en la letra pequeña del
contrato de la vida no nos explican que el hielo y el sol son la misma cosa, ni
nos dicen que verano e invierno se vencen en las mismas bisagras. Verano
salamandra. Pingüino invierno. Date cuenta de que estás con todos los agobios
del mes de enero, todas esas cuentas que no terminan de crecer y crecer, con
gastos con los que no contabas que se van sumando a los excesos de días pasados
y todo se revuelve en una resaca de toses y fiebre que te lleva de cabeza a una
cama cruzada en una habitación de hospital. Y te sientes agarrado a la pared
como una salamandra, fijo con ventosas de invierno que se pegan al muro para no
caerte en un suelo que se derrumba como si fuera el cielo ese del que habla
Carole King. O te sientes pingüino tentetieso arrastrado por el hielo que se
deshace con el calor del cambio climático, navegando en el río helado que ha
dejado de ser glaciar y es esa tierra que tiembla, como la de la canción.
La
letra pequeña del contrato de la vida no dice cuándo hay que abrir las plantas
que estaban cerradas en los hospitales. No nos explica que la gripe llega antes
de tiempo sin avisarnos, sin dejar que nuestro cuerpo herido, salamandra y
pingüino, se reponga del susto de la cuenta de la tarjeta de crédito. Pero hay
una pared a la que agarrarse para evitar la caída del cielo, un suelo firme en
el que resbalar por el hielo sin temor al temblor de la tierra. Es un espacio
en el que habita la poesía. No te dejo que vacíes de versos los hospitales. No
te dejo que limpies de música los días de ensueño de la luna llena. No te dejo
que todo sea gripe o esa enfermedad de la que hablas, esa enfermedad que te
obliga a aparcar el vuelo libre de tus palabras.
¿Qué
vamos a hacer contigo? Sabes la tempestad que has desatado con lo que has dicho,
que se hace poesía solo porque eres tú quien lo dice y eso que ya explicas que
no te lo esperabas. Ser poeta. Ser joven. Ser leonesa, o de Ponferrada, como
quieras. Ser salamandra o pingüino. Ser tormenta. Estar entre un cielo que se
derrumba y una tierra que tiembla destapando el sonido brutal de tus poemas.
Hay más poesía que tristeza. Los hospitales están llenos de gripe y de otras
muchas amenazas.
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