Buscar este blog
viernes, 31 de marzo de 2017
No tocarte. (En Hoy por Hoy León, 31 de marzo de 2017)
Ya sabes que me pasa con mucha frecuencia: se me queda
bailando una vieja canción en la memoria y no soy capaz de soltarla. Ahora
mismo tengo metida a fuego una de Radio Futura y siento como una obligación ese
mandato casi caníbal, esa orden interna, ese salvaje “no tocarte” a ritmo de selva. “No
tocarte o, quizás, podría devorarte”.
Y me siento
como ese hombre que ve tu pecado en su
punto de mira, ese que está fuera del cuadro, el que se desentiende de la
escena, el que no participa del festival de cuerdas
y cuchillos. Comprendo que nos importa todo, porque todo lo que nos llega
es nuestro, nos atañe, nos afecta. Acuérdate de que ya lo hemos hablado: hemos
dicho que tenemos que librarnos de la mirada del otro y hemos sabido también
que nuestra presencia altera lo que está con nosotros. Ahora toca el siguiente
paso. Obligado a no tocarte durante tanto tiempo, comprendo el sentido animal
de la letra de la canción, esa absurda imprecación: “súbete a un árbol, rompe tus medias, llora en un rincón”.
Ciertamente. El paso siguiente está en el roce angustioso de la piel, en la
imposibilidad de salir de ti mismo, en el gañido solipsista de tu yo. No hay
nada más allá de tus impresiones, esas que se te clavan en el cerebro y hacen
que sangren tus ideas de manera que, si crees tener otra clase de impresiones
aparte de las que te dicta la piel, es porque esa sangre empapa tu mente y
produce nuevas ideas que, aunque parecen ajenas, no han salido de nada que no
seas tú, tú o tu propio sangrar.
Esto te lo
cuento porque me alejo del mundo, será la primavera. Y lo paradójico del tema
es que, cuanto más me alejo, mejor veo lo que me pasa, más perspectiva tengo
sobre la verdad de lo que hay dentro de mí. La música suena porque el “bosque se llena de humo” y en ese
espacio - no voy a tocarte – las notas danzan de compás en compás. No hay miedo
a que alguien pueda claudicar, aunque habrá quien hable del “precio que marca tu piel”.
Y esa es la
distancia que acerca las cosas. El ritmo que acelera el disfraz. La música que
se esconde en el interior de tu cuerpo. Todo lo demás se enseña en las escuelas.
Lo sé porque tengo distancia y he escogido escuchar el vuelo de las noticias,
ya que lo que tengo cerca no lo entiendo. Y en el eco de la reivindicación de
la construcción de un nuevo edificio para el Conservatorio siento la punzada de
la distancia y me pregunto de quién son los edificios del Ayuntamiento, de
quién los de la Junta, de quién los de la Diputación y no sé de quién son los
del estado. Desde la distancia querría convencerme de que todo lo que es
público tiene un mismo propietario, pero, ahora otra canción, me pasa como con el roce exacto de tu piel. Decía hace
poco alguien que conoce el tema muy de cerca que el edificio actual del
Conservatorio solo tiene el problema de la propiedad y que quizá era más
sensato invertir en hacer de ese edificio en el centro un conservatorio moderno
que hacer un nuevo edificio moderno en un barrio no tan céntrico. Hay que ganar
distancia para saber qué hacer. Mientras tanto, si no puedo tocarte, prefiero
no mirarte. Es mejor así.
viernes, 24 de marzo de 2017
En cuanto oscurece. (En Hoy por Hoy León, 24 de marzo de 2017)
En
cuanto oscurece se abre el jardín del miedo. Es verdad que hemos buscado en la noche
otras delicias, que los sueños más brillantes se derraman en la pantalla de la
oscuridad, que el silencio oscuro de la noche se disuelve en el calor de un
abrazo. Es solo que esa profusión de anuncios que nos alarma en la radio para
que instalemos sistemas de seguridad porque han robado a los vecinos o porque
han asaltado la tienda de Pedro, nos habla de nuestra privilegiada situación de
confort a pesar de todas las carencias.
Te
lo digo a ti, que estás escuchando ahora la radio, aún a riesgo de que acabes
de recibir una carta de despido. Te lo digo sin saber si tu universo estable se
ha volcado por un cambio repentino de condiciones, si has sufrido un terremoto
inesperado. Te lo digo arriesgando mucho, pero con la sólida convicción de que,
por muy mal que te vayan las cosas, tienes un margen para decir que la vida te
trata bien. Y por eso sientes la necesidad de poner bajo llave tu bienestar, de
asegurarte el nido frente a intrusos. Y eso lo sientes especialmente cuando cae
la tarde, en cuanto oscurece. Quieres resolver tu crucigrama diario a salvo de
sorpresas.
Pero
no siempre es posible o no todo el mundo tiene esa posibilidad. Hace algunos
días se podía leer en la prensa digital un titular que decía: La presión policial empuja a León a los
menores que han atemorizado a los vecinos de Langreo. Bueno, en realidad no
se trataba de todo Langreo; solo de la parroquia de Ciaño, que atemorizar a todo
Langreo igual no es tan fácil y menos si los que atemorizan son un grupo de
chavales. Lo primero que quiero decirte es que no te alarmes, que no hay riesgo
de que esos chicos que han venido a León desde Asturias atemoricen aquí a
nadie, porque ya se han vuelto a ir. Pero lo que me interesa es esa reflexión
sobre el miedo. “En cuanto oscurece, tenemos miedo a andar por la calle”,
señalaba algún vecino según se recoge en la noticia. Tenemos miedo a andar por la
calle, porque se acercan a nosotros y nos molestan. Necesitamos alarmas para
proteger lo nuestro. Claro que sí, porque, en cuanto oscurece, llega el
peligro. Parece que pudieran quitarnos lo que tenemos, aunque se trate de niños
que están pasando hambre, niños que no necesitan ningún sistema de seguridad en
su casa, niños que no viajan a la playa en el verano, que rebuscaban comida en
los contenedores. No podemos sentenciar solo con miedo la oscuridad de la piel
de esos niños. Son niños. No es justo pensar que la solución sea solo policial.
La piel oscura se pega al hueso y en el tuétano del miedo brota una semilla de
odio.
Ayer
estuve con un puñado de chiquillos de tres años que venían de ver en un
planetario las estrellas. Eran un universo de colores; pieles de color
aceituna, rostros más blancos, miradas morenas del norte de África, unos ojos
de más allá del mar. “En Venezuela hay hambre”, dijo una. “Aquí hay comida y,
cuando se acaba, están las tiendas”. Tendrías que ver cómo mordía cada uno su
gominola, cómo apretaba su deseo al compás de su necesidad. Mordiscos voraces,
pequeños pellizcos. De uno o de mil bocados. Todos salvo uno que solo chupó el
azúcar de fuera y escondió el resto y otro que no sabía que aquello que tenía
en la mano era para comer: un tesoro sin inhibidores.
viernes, 17 de marzo de 2017
Ratas. (En Hoy por Hoy León, 17 de marzo de 2017)
Así es que resulta que
hay colonias de ratas. Al PSOE de León le han hecho llegar quejas muchos
vecinos de diversos barrios por la presencia de ratas en la ciudad y, en muchos
casos, a plena luz del día. Claro que las hay. La rata es un animal con muy
mala prensa; yo creo que porque la asociamos con suciedad, con enfermedades,
quizá directamente con el fracaso, el abandono o la muerte. Hace poco he leído
que es un mito la idea de que las ratas transmiten la peste bubónica, que
parece ser que ellas no son el problema, sino que el vector de transmisión de
la enfermedad son las pulgas. Eso sí, las pulgas de las ratas. Por eso podemos
decir sin miedo al error que tienen muy malas pulgas. Si estiramos la metáfora,
vemos que sí, que hay muchas ratas por ahí sueltas y que, por lo general,tienen
muy malas pulgas, pero yo, afortunadamente, nunca he visto una de esas.
Pero no todo el mundo
tiene un mal concepto de ellas. Hay personas que las tienen como mascotas y las
cuidan, las limpian; les ponen nombre. No sé el grado de fidelidad de la
mascota rata. Me imagino que no llega ni a un dos por ciento de la fidelidad de
la mascota perro, pero quizá los dueños de mascotas poco habituales no buscan
en ellas fidelidad o compañía. No veo, por ejemplo, cómo alguien puede sentirse
acogido por una boa o por unaiguana, por mucho que se coma los insectos del
jardín. Y sin embargo hay quienes tienen mascotas de ese estilo y no es como
aquella moda de los caimancitos que hubo en Nueva York que ha hecho de las
alcantarillas neoyorquinas uno de los lugares más peligrosos del planeta.
Aunque quizá este sea otro mito.
Yo sé que una vez tuve
pececitos naranjas en una pecera redonda y se fueron por el desagüe del lavabo
mientras les cambiaba el agua. Me imagino que serían alimento de alguna rata o
que se pudrirían en el sifón del cuarto de baño. Uno de ellos se llamaba
Estulticia y le escribí un cuento, un cuento que se ha perdido y que estará
escondido entre los folios de apuntes de aquellas noches interminables de
filosofía y Miles Davis y sueño y radio y, a veces, aire fresco en la ventana.
Te juro que no los dejé escapar, se me fueron en un despiste. No es como esos
americanos ricos que se compraban la cría de caimán y la tiraban por el inodoro
en cuanto crecía un poco y se ponía a dar problemas.
No sé si es un problema
de salud pública que haya ratas por las calles. Lo que me sobrecoge es ese
aviso de alarma, esa manera de decir que se permiten el lujo de dejarse ver a
plena luz del día. Me pone en guardia, porque pienso que, en la oscuridad de la
noche, la ciudad debe de ser un Hamelin desgobernado. ¿Te das cuenta qué
horror? Y como no hay flautista que valga, habrá que recurrir al veneno. Parece
que estuviéramos hablando de política: veneno y ratas. No de política, sino de
eso en lo que se ha convertido la política que ya no es el arte de gobernar la
ciudad, la manera de conducirla hacia su mejor fin, sino el modo de conseguir
el mejor fin para los que gobiernan. O quizá me confunda. No quiero ser un
agorero de barra al uso, aunque me parezco mucho hoy por el tono y por el fondo.
Lo que pasa es que el vídeo de la rata caminando por el paso de cebra para
esconderse debajo del coche blanco no tiene pinta de ser un montaje.
viernes, 10 de marzo de 2017
La casita de chocolate. (En Hoy por Hoy León, 10 de marzo de 2017)
A
veces piensa uno que son cosas del destino, que la vida trae y lleva y ata y
desata y enreda y hace que uno se enfrente a todo su pasado en una mirada, en
una línea, en una canción. A mí me pasó este fin de semana celebrando el sábado
de piñata y, para que te sitúes, te cuento que podría haber sido en Astorga,
donde tanto se celebra, pero que podía haber sido en cualquier otra parte. Y a
mí me pasó el sábado, pero a otros os puede haber pasado el martes viendo un
listado o puede que os ocurra esta tarde comiendo una paella a la luna de
Valencia, o ayer tomando una cerveza en una terraza al sol de la orilla de un
río o esperando, con el bisturí entre las manos, a que llegue el abogado del
estado para diseccionar el cadáver de una empresa. Hay un momento como ese en
el que sabes que ya puedes decirlo, en el que te lanzas al vacío y lo sueltas:
voy para allá; ahora que Herrera anuncia que lo deja, yo estoy en la carrera y
voy para allá.
Y te enfrentas a todo lo que te pasa.
Es
una suerte que te pille con paso firme, que no te asole ninguna sombra la
mirada, que ese momento de verte sea lúcido y traspases todos los parapetos del
tiempo con solo tomar consciencia de dónde estás y lo que quieres. Siempre hay
que hacer una pequeña trampa, hay que sacar el hueso de la pata de pollo para
que la bruja crea que estás muy delgado y que no vale la pena comerte. Hay que
mantenerse a salvo para poder escapar en el momento justo de la casita de
chocolate. Y no quiero que nadie piense lo que no es, que ahora no estoy
hablando de mí, esto es solo política. Es una cuestión de estrategia. Es la
jugada de Silván, la que supo hacer en su día para poder estar ahora en la
carrera de vuelta a Valladolid. Ha sabido estar en la casita de chocolate y
mantenerse aparentemente flaco. Sin duda saldrá fuera de la jaula y no le
pasará lo que a mi admirada Lola, que se hizo un selfie y se lo mandó a su
abuela con un mensaje que decía: “mirando a la nada, pensando en todo”.
¡Cómo
me gusta esta niña! No ha cumplido nueve años y ya se le ocurren tratados de Filosofía. ¡Mirando a la nada, pensando en todo! Me gustaría saber que eso es
posible, que existe esa lucidez, esa capacidad total de comprensión. Cuando nos
pasamos la vida mirándolo todo y sin pensar en nada, esa idea de la libertad
que transmite Lola con su selfie es absoluta. En la carrera por escapar de la
casita de chocolate es preciso alcanzar esa libertad de no mirar nada, para
pensar todo, para tener todo bajo el control de la propia voluntad. Pero uno
nunca corre solo en esa carrera, todo el pasado va con uno y al lado corren
otros que escapan en la misma dirección, por el mismo agujero por donde solo
cabe un aspirante. Esa angustia terrorífica de la claustrofobia del estrecho
agujero por el que solo entra un candidato podría evitarse si hay acuerdos o
puede que haya carrera hasta el día primero de abril y hablemos otra vez del
Día de la Victoria, sea de Silván o de Mañueco.
sábado, 4 de marzo de 2017
Del laberinto al treinta. (En Hoy por Hoy León, 3 de marzo de 2017)
Me quedo esta semana con dos
noticias, aún a riesgo de que me regañe una vez más mi amigo José Luis, quien
siempre critica esta manía mía de no centrarme en un solo tema. Me queda el
reto de hacer de dos temas uno, quizá aprovechando que este lunes me mandó una
foto desde la tumba de Hegel y, si resulta que ser y nada pueden ser la misma
cosa, podré hablar yo de "simpas" y partos como si fuesen aspectos de un mismo
devenir.
Porque no me digas que la
historia de Lía no te enternece. No me digas que no se te dibujó una sonrisa
cuando escuchaste al taxista explicar todos los detalles del nacimiento de la
niña al pasar el peaje de la autopista. “Ojalá todas las mujeres pariesen así”,
dijo. Me parece que esta es la tesis de la vida. La cara “A” de la dialéctica.
Ese deseo tan puro de que se produzca la vida en ausencia de sufrimiento, esa
convicción de que vale la pena nacer en una autopista en mitad de un festival
de luces de emergencia es un manifiesto a favor de la inocencia. Es como esa
cara del tablero en la que está dibujado el Juego de la Oca, un juego en el que
no hay estrategias, tan solo el devenir azaroso de los acontecimientos y las
fichas viajan de oca a oca o de puente a puente, hasta que llegan al estanque
final o se pudren en el pozo o se atascan en la posada o vuelven a empezar si
son atrapadas por la casilla de la muerte. Pero no hay intención, no hay
planeamiento, no hay nada salvo el ruido del dado en el cubilete y el contar
manso que es ir dejando que transcurran los días.
En el otro lado del tablero,
el Parchís. Esa es ya la antítesis. No hay nada puro en este juego, porque el
azar es decisivo, sí, pero la estrategia es determinante. Las reglas del juego
permiten planificar tácticas, obligan a tomar decisiones y el pasar del tiempo
de juego no es un transcurrir sencillo, sino que intervienen las ideas del
contrario como barreras que bloquean o ataques que agreden. El Parchís es esa
otra vida en la que uno no juega llevado por el tiempo, sino contra el propio tiempo
y contra los otros. Hay que bloquear, impedir, comer al otro. Como estos pillos
de los “simpas” bercianos, que dejan vacías las sillas del banquete y huyen de
la factura a toda prisa. Me parece imposible que personas con un mínimo de
arraigo en la sociedad en la que viven sean capaces de escapar así. En un
tiempo en el que nos sentíamos dentro de una sociedad en la que éramos
conocidos y reconocidos, a nadie se le ocurría saltarse de este modo las reglas
del juego. Nadie se atrevía a semejante fechoría. Imagino la incredulidad en
las gentes de los restaurantes al ver vaciarse a toda prisa la sala en un
momento en el que todo el mundo está pensando en la felicidad.
Pureza y optimismo de un
lado. Decepción y pillería del otro. La Oca y el Parchís. Las dos caras de una
misma realidad. Solo que no encuentro la síntesis. No encuentro el modo de
aunar esas dos caras tan divergentes de la naturaleza humana. O tal vez sí, tal
vez esté en el gen de España: picardía y mística, santos y granujas. No sé qué
pensará mi amigo José Luis desde la tumba de Hegel. Quizá se haya pasado al
tablero de ajedrez, que permite jugar a la vez a tantas cosas con la
inquietante condición de que no intervenga la suerte. Quizá esta sea la
solución, que comes una y cuentas veinte y vas del laberinto al treinta para que
te den jaque mate.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)