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viernes, 24 de marzo de 2017

En cuanto oscurece. (En Hoy por Hoy León, 24 de marzo de 2017)

En cuanto oscurece se abre el jardín del miedo. Es verdad que hemos buscado en la noche otras delicias, que los sueños más brillantes se derraman en la pantalla de la oscuridad, que el silencio oscuro de la noche se disuelve en el calor de un abrazo. Es solo que esa profusión de anuncios que nos alarma en la radio para que instalemos sistemas de seguridad porque han robado a los vecinos o porque han asaltado la tienda de Pedro, nos habla de nuestra privilegiada situación de confort a pesar de todas las carencias.

Te lo digo a ti, que estás escuchando ahora la radio, aún a riesgo de que acabes de recibir una carta de despido. Te lo digo sin saber si tu universo estable se ha volcado por un cambio repentino de condiciones, si has sufrido un terremoto inesperado. Te lo digo arriesgando mucho, pero con la sólida convicción de que, por muy mal que te vayan las cosas, tienes un margen para decir que la vida te trata bien. Y por eso sientes la necesidad de poner bajo llave tu bienestar, de asegurarte el nido frente a intrusos. Y eso lo sientes especialmente cuando cae la tarde, en cuanto oscurece. Quieres resolver tu crucigrama diario a salvo de sorpresas.

Pero no siempre es posible o no todo el mundo tiene esa posibilidad. Hace algunos días se podía leer en la prensa digital un titular que decía: La presión policial empuja a León a los menores que han atemorizado a los vecinos de Langreo. Bueno, en realidad no se trataba de todo Langreo; solo de la parroquia de Ciaño, que atemorizar a todo Langreo igual no es tan fácil y menos si los que atemorizan son un grupo de chavales. Lo primero que quiero decirte es que no te alarmes, que no hay riesgo de que esos chicos que han venido a León desde Asturias atemoricen aquí a nadie, porque ya se han vuelto a ir. Pero lo que me interesa es esa reflexión sobre el miedo. “En cuanto oscurece, tenemos miedo a andar por la calle”, señalaba algún vecino según se recoge en la noticia. Tenemos miedo a andar por la calle, porque se acercan a nosotros y nos molestan. Necesitamos alarmas para proteger lo nuestro. Claro que sí, porque, en cuanto oscurece, llega el peligro. Parece que pudieran quitarnos lo que tenemos, aunque se trate de niños que están pasando hambre, niños que no necesitan ningún sistema de seguridad en su casa, niños que no viajan a la playa en el verano, que rebuscaban comida en los contenedores. No podemos sentenciar solo con miedo la oscuridad de la piel de esos niños. Son niños. No es justo pensar que la solución sea solo policial. La piel oscura se pega al hueso y en el tuétano del miedo brota una semilla de odio.

Ayer estuve con un puñado de chiquillos de tres años que venían de ver en un planetario las estrellas. Eran un universo de colores; pieles de color aceituna, rostros más blancos, miradas morenas del norte de África, unos ojos de más allá del mar. “En Venezuela hay hambre”, dijo una. “Aquí hay comida y, cuando se acaba, están las tiendas”. Tendrías que ver cómo mordía cada uno su gominola, cómo apretaba su deseo al compás de su necesidad. Mordiscos voraces, pequeños pellizcos. De uno o de mil bocados. Todos salvo uno que solo chupó el azúcar de fuera y escondió el resto y otro que no sabía que aquello que tenía en la mano era para comer: un tesoro sin inhibidores.

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