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viernes, 15 de septiembre de 2017

Caer el palo del percebe. (En Hoy por Hoy León, 15 de septiembre de 2017)

Es tan difícil olvidarse de la belleza de la vida de uno como recordar cada instante de malas experiencias, cada error, cada paso mal dado. O quizá tan fácil. Me cuesta decidir. Sé que olvido con facilidad: cada curso que comienza, por ejemplo, olvido las caras y los nombres de los chicos que se fueron para dejar sitio a los nuevos que aparecen en mis libretas de notas vacías a la espera de la constatación de cómo se han ido alcanzando esos estándares de aprendizaje de los que nos hablan las leyes. Me olvido con facilidad y sobre todo me olvido con mucha facilidad del mal, en especial del mal que se me hace, pero también —lamento tener que confesarlo— el mal que ocasiono.

Ayer por la mañana me encontré con un amigo de tiempos mejores. Tiempos en los que la economía era de otra manera; las minas producían carbón que no se quedaba mirando llegar camiones extranjeros a las centrales térmicas; los campos daban frutos porque no había esas heladas primaverales, esas sequías desnortadas de tiempos de cambio climático; las empresas vendían sus productos y todo el mundo compraba casas con dinero que los bancos prestaban con o sin esperanza de recuperación, casas para vivir una vida buena, una vida de confort y alegría. Este amigo mío —déjame que le llame Emilio por referencia a Rousseau y su idea del buen salvaje— mantiene la elegancia de aquellos tiempos, la sonrisa y el saber estar. Es un hombre de gran corazón y me serviría como ejemplo de que cualquier hombre en estado de ausencia de civilización es salvajemente bueno, no porque sea incivilizado, sino porque lo que pueda tener de perverso es imputable a la presión salvaje de esta sociedad para triunfar. Me gustó recordar con él esa otra vida. Me gustó sentir que, a pesar del tiempo transcurrido, seguimos pudiendo decir que somos amigos. Y me gustó saber que se nos han olvidado los malos ratos.

Y resulta que unas horas antes me saludó en la Delegación de Hacienda una antigua alumna, cuyo nombre he olvidado, que empujaba un carrito de bebé y llevaba un niño de la mano. Si él es el Emilio, ella tiene que ser la Madre Coraje que nos dibujó Brecht en su tragedia y la llamaremos Anna por esa razón. Esta Anna, cuya belleza recordaba, amparaba toda su angustia en su necesidad. ¿Cómo has llegado a esta guerra? —le preguntaría— ¿Qué vas a hacer cuando esta guerra terrible te arrebate a tus hijos? Pero ella sonreía a todo el mundo y empujaba el carro y tiraba de todo y salía fresca y airosa hacia la Gran Vía de San Marcos. La guerra destruye a los débiles, pero esos revientan también en la paz, parecía querer decir, como una más de las cientos de miles de Anna Fierling.

Son tiempos sombríos. Verdaderamente son tiempos sombríos. La cosa es que seguimos comiendo y bebiendo como si no lo fueran, como si todos nuestros problemas se resolvieran siendo el centro de la gastronomía nacional, como si ese inmigrante que busca cobijo en cualquiera de nuestros agujeros sociales no estuviera hecho del acero del barco en el que escapó del miedo: duro como la piedra que ha tenido que saltar. Olvidará todo para seguir sonriendo. Como tú y como yo que, si nos dejan, caeremos al palo del percebe a la menor oportunidad, o al de la morcilla, que en cuanto a manjares, todo es cuestión de capital.

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