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viernes, 24 de noviembre de 2017
Bata de guata en el Black Friday. (En Hoy por Hoy León, 24 de noviembre de 2017)
La cita es mañana a las doce en la Plaza de
Guzmán. Desde allí, andando hasta Santo Domingo y luego a San Marcelo, donde
tendrán lugar distintas actividades para recordar a las víctimas de violencia
de género asesinadas en el último año. Ni se te ocurra negar la necesidad de
este día, de estos actos, de estas campañas, porque la chispa de la violencia
se enciende en un soplido y siempre se descubre a los hombres violentos debajo
de buenas personas, sin que ese fantasma de la muerte tenga más vehículo que el
impulso de un instante. Luego el arrebato del miedo o de la culpa y casi
siempre el suicidio o una huida menos inmediata. Punto y final. Sí. Me
encantaría, como dice la campaña del Ayuntamiento de León, poner un punto y que
ese fuera el final de la violencia de género. Pero este punto no cierra el
reguero de sangre, porque la violencia no es solo un asunto de las noticias.
Quizá no te acuerdas, pero alguna de esas palabras
salpicadas desde el otro lado del tabique, esos gritos insultantes que venían
de otra casa, se hicieron eco en la guata de tu bata. Tú los oíste, pero se
engancharon en los rulos y en la redecilla y se disolvieron en el ruido del
secador. No eran tuyos. Eran de otra. Seguiste dibujando en el espejo el
contorno de tus cejas y los gritos del vecino pasaban en un “ay” por la delgada
piel de tus muslos recién liberados del vello incómodo que te afea a los ojos
de tu príncipe. Los gritos no eran tuyos y ni los notaste.
Rodaban por tu espalda destrozada de llevar esos tacones que te hacen tan guapa
a su mirada. Eran insultos extraños a tu oído.
Y, cuando llegó la hora, dejaste la bata de guata
colgando de la percha del cuarto de baño. Ya te habías quitado los rulos y te
habías cepillado el pelo, te habías decorado los ojos con sombras y rayas, te
habías subido los pómulos con un brochazo encarnado, habías dibujado tus labios
en un beso de carmín. Lo habías hecho todo por él, porque lo amas. Por eso
buscaste la ropa interior que te hace sentir más bella, aunque no es la más
cómoda y te metiste en un vestido ajustado que señala tus curvas para que él te
mire y se sienta orgulloso de tenerte. Seguirás sabiendo que los insultos suenan
en la casa de al lado. Y te subirás a esos tacones odiosos y esperarás a que él
venga a buscarte para salir al mundo.
Nada de todo esto tiene que ver con la fecha que se
conmemora mañana, porque todo eso lo haces desde tu libertad. Lo haces porque
quieres, porque te gusta verte guapa. Igual que hacen ellos para sentirse
hermosos y deseados. Nadie te obliga a nada. Porque no te dejas llevar por el
fantasma de la violencia, ese que ha colocado a las niñas en la parte rosa del
universo y a los niños en el azul del ordeno y mando.
¡Qué difícil es ver el momento en el que traspasas
el amor y dejas de querer para tener! ¡Qué fácil es ser dueños el uno del otro,
unos más dueños que otros, unos más vulnerables que otros! Me dirás que estoy
exagerando. Está bien. Vayamos a una mercería aprovechando que es el Black
Friday y busquemos entre los saldos una nueva bata de guata, una que no tenga
dobles costuras ni extrañas vueltas, una que sea sencilla y ligera, pero
calentita, para que tu libertad pueda ser verdadera. ¡Y regalemos otra a tu
vecino para que se dé cuenta de lo amorosa que puede ser una bata adecuada!
viernes, 17 de noviembre de 2017
El faedo y los gritos. (En Hoy por Hoy León, 17 de noviembre de 2017)
Mi primera intención ha sido titular este artículo
“hacer el jabalí”. Se me había ocurrido a cuenta de un paseo que he dado hace
poco por el Faedo de Ciñera y resulta que ese “hacer el jabalí” ha cobrado vida
con el vídeo que ya habrás visto en el que un grupo de senderistas hace caer a
uno de estos animales por un precipicio de la Ruta del Cares.
Ya ves. Yo que iba a hacer una broma sobre los
gritos que unos jóvenes paseantes proferían en la calma del bosque de hayas de
Ciñera y resulta que me encuentro hoy con la noticia de estos otros caminantes bautizados
senderistas que empujan a un jabalí hasta que se despeña. Si te fijas en el
vídeo, del grupo de personas que matan al animal, los hay que lo hacen con
miedo, con cierta reserva, con distancia. También hay quien actúa con la
seguridad del que hace lo que debe, los que sencillamente miran y dos que
deciden grabar el momento con sus cámaras: uno que se ve y el que no sale en
las imágenes, pero que nos sirve el punto de vista desde el que contemplamos la
escena. A pesar del respeto que produce un jabalí que te aparece en el camino,
me cuesta entender lo necesario de la acción. Quizá sencillamente se les fue la
mano, quizá se dejaron llevar por el impulso del miedo, quizá se vieron en el
borde del precipicio y decidieron en un acto heroico que se trataba de ellos o
del animal. Explicación habrá. Es solo que, visto desde fuera, quien parece
estar haciendo el jabalí no es precisamente el jabalí. Y lo que es más
asombroso es que alguien difunda el vídeo de la hazaña. Parece que no nos damos
cuenta de las consecuencias que tiene pulsar el botón “enviar” o “publicar”.
Creo que esa inconsciencia con la que usamos las redes sociales es, antes que
nada, el fruto de nuestra ignorancia, pero también de nuestra falsa inocencia,
de nuestra extraña manera de abordar la vida: seguimos siendo infantiles
perdiendo la pureza de la infancia.
¿Qué les pasaba a esos jóvenes que gritaban en Ciñera
perturbando la magia del Faedo? ¿Por qué se divertían molestando al resto con
sus alaridos? Entiendo su entusiasmo, porque el bosque estaba precioso y hacía
un día de luz espléndida y el sol se ponía levantando brillos en las escasas
hojas que todavía andaban por las ramas de las hayas y ya sabes cómo es el
Faedo, que a lo mejor no es el más espectacular de todos los que tenemos, pero
tiene la fuerza de la mina en sus entrañas, la belleza de la piedra descarnada
en sus extremos, la magia del abrazo en el arroyo, en el alfombrado de otoño,
en las retorcidas ramas de los cuentos. Sonaron los gritos en esa atmósfera de
cuento que flotaba como las motas de polvo en el sol del invierno en aquella
galería de los juguetes, esa terraza en la que tenías las Nancys o los indios
del fuerte. Rasgaron sus voces la cristalera de la infancia. No importó, porque
los colores del otoño se mantuvieron firmes en la retina de los que no habían
salido a sacar fotos que nadie verá luego. ¡Qué torpes
somos! ¿Quién nos enseña a salirnos de la infancia sin decirnos que no es menos
infantil quien más grita o quien más empuja?
A medida que uno crece pierde lo que sabía de niño.
A medida que uno crece va olvidando lo que sabe. El lunes es el Día Internacional
de la Infancia; busca un minuto para tu recuerdo.
viernes, 10 de noviembre de 2017
Monstruos de bolsillo. (En Hoy por Hoy León, 10 de noviembre de 2017)
La información que aparecía ayer en un periódico de
la capital, según la cual un juzgado de León investiga una posible conexión de la ampliación del contrato del agua de San Andrés
del Rabanedo con la operación Pokemon,
me trasladó a los tiempos en los que mis hijos veían aquella serie infantil.
“¡Hazte con todos!”, era el grito de guerra. Había unas bolas que se vendían en
los quioscos con las que se podían atrapar los Pokemons, nada que ver con la sofisticación del Pokemon go que se instaló en los móviles de millones de personas hace un
par de veranos. De las rudimentarias trampas físicas con las que los niños
intentaban atrapar sus pequeños monstruos de juguete a la sofisticación de la
caza virtual, pero sin perder la filosofía del atrapar. Esa es la idea: “¡Hazte
con todos!”.
Así es que la noticia de la investigación del número
cinco en relación a los contratos de suministro de agua del Ayuntamiento de San
Andrés me sugiere por lo menos tres vías de reflexión: la del agua misma, la
del mandato de hacerse con todo y la de los Pokemons,
esos monstruos de bolsillo.
Que el agua es oro lo hemos aprendido desde muy
niños los que hemos nacido en las tierras del sur. Hace algunos años, cuando en
Galicia todavía llovía de verdad, me parecía inaudito ver correr el agua por el
monte sin que nada la recogiera. Me asombraba tanto derroche. Ahora ya todos
vamos sabiendo que el agua es un bien preciado y comprendemos por qué circula
tanto dinero a su alrededor. Quizá es eso lo que impulsó en su día a algunos
directivos de aquella desaparecida empresa de aguas que movió cielo y tierra
para conseguir contratos en aquel momento de euforia en el que la proclama de
la vida económica era ese “hazte con todo”. Es un afán que me parece tan humano
como reprochable y entiendo el impulso de acumular, de recoger, de acaudalar y
ya ves que me salen verbos que se llevan muy bien con el agua, aunque en
realidad de lo que estamos hablando es sencillamente de dinero. La gallina de
los huevos de oro ha sido la cosa pública con esa capacidad gomosa para el
endeudamiento, gomosa digo por plástica, elástica y pegajosa. Ayer casi me
mareo cuando escuchaba las cifras de endeudamiento del Ayuntamiento de Madrid,
que hablamos de miles de millones de euros como si no tuviera que pagarlos
nunca nadie. Es como el agua, que diría Camarón, como el agua clara que baja
del monte, esa que me dejaba estupefacto detrás de una curva en aquella divina
tierra gallega.
Y hoy se ocupan de ello los juzgados. Aquellos
polvos se mezclan con el agua y nos traen estos lodos, porque no es posible
atraparlo todo y además ocurre que las pisadas en el barro, si es que las hay,
dejan marcada una huella que permanece en el tiempo cuando se seca. Cada uno se
las tiene que ver con sus monstruos. Cada uno siempre termina mirándose cara a
cara en el espejo de su monstruosidad, porque todos somos pequeños monstruos en
algún aspecto, incluso en el de la corrupción. Todos hemos sido pequeños
corruptos en la medida de nuestras posibilidades y a muchos nos ha cegado el
afán de atrapar todo lo más posible en algún momento de la vida. Es un error.
Sabes que es un error. Sabes que es mejor no tener monstruos en el bolsillo,
aunque eso suponga tenerlo completamente vacío.
viernes, 3 de noviembre de 2017
Hundido en la carcoma muerta. (En Hoy por Hoy León, 3 de noviembre de 2017)
A veces la única forma de conservarse es hundirse en
lo inerte. Uno tiene la idea de que se mantiene a flote porque trabaja y está
activo, porque va y viene y produce y hace una, dos, tres, mil cosas. Esa vaga
idea de que hacer mucho nos mantiene tensos y nos regala vida no es del todo
correcta. Lo estás viendo. Ahora se comprende mejor por qué digo a veces que la
mejor forma de construir es no hacer nada, el mejor quehacer es la quietud.
Hay un principio del Tao que dice: “nada hago y nada
queda por hacer”. Es cierto que ese “nada hago” no es literal, sino una
metáfora de la serenidad y la calma. Hay dos formas de acción: una en la que la
acción es un medio para un fin y otra en la que esa idea instrumental
desaparece porque no hay finalidad alguna que se deba perseguir. Así resulta
que no hacer y hacer, por ejemplo este artículo, no es importante para algo que
no sea este momento en el que tú y yo hablamos. No persigo nada con ello, salvo
el hecho mismo de estar hablándote. Así es como yo entiendo el “no hacer” y eso
me conduce a la tranquilidad de que las cosas están donde deben, porque siempre
es así, porque no puede ser de otra manera, porque lo que ocurre es lo único
real. Me pregunto si será de esto de lo que hablan todos esos comentaristas del
tema catalán cuando aluden al Principio de Realidad o si se estarán refiriendo
a la idea freudiana pura y dura. No lo sé y poco importa. Me consuelo pensando
que este pequeño no hacer que es contarte estas cosas, modifica en algo tu
desasosiego y te conduce al bienestar, aunque solo sea este ratito en el que me
escuchas sin prestar demasiada atención a mis palabras, oyendo la música de lo
que digo en el fondo lejano del ruido del día.
Y el ruido del día trae, entre tantas cosas, la
mortaja de la salud pública, la apuesta por aligerar las listas de espera
derivando enfermos a hospitales privados que, no lo olvidemos, se plantean como
negocios y no como servicios. Dice la noticia que la Junta pagará ochocientos cincuenta
y seis mil euros a hospitales privados leoneses para que realicen ochocientas
setenta operaciones quirúrgicas de cirugía general, aparato digestivo y
traumatología. Soy muy malo con los números, pero me parecen muy baratas esas
operaciones y eso me hace pensar en el principio: a ver si va a resultar que la
mejor manera de tener salud pública es no tenerla. Ya sabes aquello de “para
poca salud, ninguna”. Un amigo mío, que ha tenido a su madre sufriendo una de
estas derivaciones durante un mes, ha terminado con el cartel de “familiar
agresivo”, porque estaba cansado del ir y venir de pruebas, radiografías y
cambios de medicación. Al final su madre está en casa más o menos como estaba
antes de empezar con la odisea. Ya sé que esto es un hecho puntual y lo normal
es que la sanidad funcione de maravilla, por eso acudimos siempre a ella.
La alternativa es esconderse en uno mismo, permanecer
hundido en la carcoma muerta, porque es más antigua que tú y no te incordia. Hay
quien dice que la controla con un plástico porque la carcoma nace donde muere.
No se pasa de un mueble a otro y así, encerrada en ese plástico oscuro que la
cubre, mantiene su ciclo de vida y muerte sin hospitales públicos ni privados.
Un bicho que no hace nada y nada deja sin hacer.
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