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viernes, 1 de diciembre de 2017

Pequeño cementerio de mascotas. (En Hoy por Hoy León, 1 de diciembre de 2017)

Desde hace siete años tiene una ocupación todos los días. No puede faltar ninguno. Cada día, antes de que se ponga el sol, tiene que sacar a su mascota y no ha fallado desde entonces ni uno solo. “Y es un bicho que no te tiene ningún cariño”, me decía. “Es un bicho muy territorial que sabe que tiene comida fácil. En realidad no es que vuelva cada tarde, es que nunca se ha ido”. Son los sacrificios ocultos de la cetrería, eso que no se ve en las exhibiciones. Cuando el cetrero le levanta la capucha al halcón, hay un bufido de desprecio. Un gesto contra el domador domado, ese que tiene que estirar el brazo con el guante, ese que tiene que llevar a su halcón al palomar para que pueda satisfacer la pulsión ciega de la caza, el instinto de muerte.

Yo añoro a mis dos perros. Los dos han muerto, quizá por mi inconsciencia, porque cuando muere quien depende tanto de ti puede que haya algo en lo que no has estado del todo atento. Digo puede, solo puede, porque ojalá que fuésemos capaces de controlar todos los factores, aunque esa angustia de sabernos controladores perfectos también acabaría con nosotros. Es verdad que en la historia del halcón hay un doble fondo de animal libre y prisionero que no comparte la vida de humano de la mayoría de las mascotas perro, para quienes queda muy atrás la categoría mascota y adquieren, cuando menos, la de compañero, amigo, y hay hasta quienes llegan a concederles la condición de hijo, de bebé, de hermano. Un halcón no es nada de eso. En un halcón uno admira la belleza del vuelo, la velocidad del rayo, la determinación de la caza. Son cosas que imagino, porque nunca se me habría ocurrido tener un halcón como mascota, pero, cuando escuchaba esta historia de amor esclavo, -¡siete años sin dejar de volar todos los días a su halcón!- pensé en el viejo chiste del perro que saca a su amo a pasear, esa inversión de términos en la que el cetrero es la mascota del halcón, ese desplazamiento del centro del universo que no nos terminamos de creer a pesar de lo que demostró Copérnico.

Me siento mascota de mi trabajo, de mis pequeñas adicciones. Mascota de la incierta soledad del miedo permanente a la desdicha, mascota de mis propias engreídas pretensiones. Estás en la rueda del hámster todas las mañanas revolviendo el café mientras escuchas en la radio las noticias. Estás en el laberinto de la rata caminando hacia el trabajo o al mercado o a llevar a los niños al colegio. Estás en la celda del zoo a la hora de la comida, en el foso de los osos polares a la de la siesta, en la falsa libertad del estanque de los peces dorados cuando llega la tarde y te desperezas de tus rutinas. Duermes en el terrario de las arañas. Eres halcón brillante en alguno de tus sueños y regresas al brazo del cetrero y a la caperuza con el ruido del despertador. ¡Todos los días del año volando al halcón para que no se muera!


Pero si se muere, te cuento un secreto: hay un pequeño cementerio de mascotas en un pueblo de aquí al lado. Los niños descansan su miedo cuando entierran a su mascota muerta y me han soplado que alguna madre ha sabido improvisar un pequeño cementerio en Canaleja, un lugar en el que descansan las mascotas y tienen flores y adornos y reciben lluvias y nieve y sol y viento.

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