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viernes, 2 de febrero de 2018

Bancos, mármoles y telas. (En Hoy por Hoy León, 2 de febrero de 2018)

La primera vez que va uno a un Juzgado nota el temblor del suelo unos centímetros por encima de la suela de su zapato. Da igual con qué edad te ocurra y da igual lo imponente que sea el edificio, porque lo que impone no es la majestad de la construcción, sino el pulso de saberse en el riesgo indefinido de la culpa, aun cuando esa culpa sea imposible y estés en la seguridad plena de que lo que te lleva ante el Juez no tiene nada que ver contigo.
Pero el temblor se esconde en el frunce de la preocupación, al menos esa primera vez. Al menos las primeras veces. Supongo que luego ya la cosa se vuelve cotidiana y la costumbre te permite andar por los pasillos con la calma de lo sabido. Este miércoles, había pasillos temblorosos bajo mis pisadas, porque necesitaría más costumbre para hacerme a ese mármol y temblaba un poco también la madera del banco en el que terminé por sentarme tras una muy larga espera. Eso todos lo saben. El tiempo en los bancos de la espera de los Juzgados se dilata como el reloj del gemelo de la paradoja, ese que ve cómo su hermano se escapa a la velocidad de la luz en un reloj que también atrasa. El tiempo se ablanda en la espera dura del momento de la declaración. Éramos tres los que esperábamos. Los tres teníamos muchos quehaceres. Los tres comprendíamos que el tiempo se debía detener por la importancia de lo que en la Sala de Vistas se juzgaba. Nuestros trabajos no importaban. Lo que importaba era saber que, con nuestro testimonio o sin él, la cosa juzgada terminaría por encontrar una solución inmediata. Lo importante era que se resolviera esa situación malhadada. Estábamos, como allí se dijo esa mañana, a la espera de la justicia.
Fue una mañana de mármoles, incontables vetas en las losas de mármol del pasillo, recontadas una y cien veces en la espera. Una mañana de bancos, unos tan cercanos a los otros, víctimas junto a presuntos victimarios, familias enteras, peritos, abogados, aprendices de letrado. Una mañana de telas negras enredadas en los brazos, colocadas a los hombros. Una mañana de rostros desencajados, tensos, nerviosos.
Uno de los abogados se quitó su toga negra con las manos ensangrentadas en tinta y se limpió como pudo, para dejar brillar su traje azul eléctrico, un traje de El Ganso, tras un buen trabajo que no dejó del todo satisfecho a su cliente, pese a conseguir lo principal: que no hubiera orden de alejamiento. Era imposible no escuchar. Era imposible no enterarse de la multa de 4 euros diarios durante 5 meses que le había impuesto la Juez a un acusado. Imposible no escuchar la condena de los dos años, que importó menos que la cuenta de los euros. ¿Y eso cuánto es? Seiscientos, le dijo después de hacer la suma con su móvil la muchacha de tacones casi circenses que aprendía junto a un joven abogado. Imposible ver el transcurrir del día sin colocar otra vez el folio pegado a la pared con una chincheta que acababa de desclavar un bebé aburrido desde los brazos de su madre distraída. Imposible no pensar en quienes vengan a un banco como este quizá en una condición que no sea de testigo, quizá en condición de investigado por haber tomado decisiones sin saber que las está tomando, o sabiendo, o quien sabe, o por haber estado pisando otra madera, bajo centímetros espesos de mullida alfombra en reuniones del Consejo de Administración de aquella Caja.

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