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viernes, 16 de febrero de 2018

Lo que la libertad esconde. (En Hoy por Hoy León, 16 de febrero de 2018)

Si tu rutina te llevaba por Doctor Fleming, vas a entender muy bien algunas de las cosas que te quiero contar. Quizá estás ahora en el atasco que se forma debajo de los pasos elevados de la Calle del Príncipe, llegando a la glorieta que hay en Párroco Pablo Díez, o bordeando por la Calle Astorga o callejeando hacia el Paseo de Salamanca. Puede que alguno de estos días te hayas olvidado del corte de tráfico y te hayas encontrado de manos a boca con las señales de prohibido el paso y hayas tenido que improvisar una alternativa. Puede que seas de esas personas calculadoras y eficientes que nunca se ven sorprendidas por estas circunstancias y tengas perfectamente planificados tus trayectos. En cualquier caso, tus rutinas han sufrido una variación. Durante los próximos meses tendrás que recalcular el trayecto para llevar a los niños al cole, para ir a trabajar o para ir al supermercado, qué se yo. Quizá sea una buena oportunidad para dejar el coche y redescubrir el placer de caminar.

Fíjate que, en realidad, la variación que han sufrido tus trayectos, aún en el caso de mayor atasco, no ha sido de más de quince minutos. Cinco, diez minutos, quince como mucho. Y sentados en los coches, esperando el turno para salir del pequeño atasco, adviertes los gestos crispados, la irritación, el mal humor de los conductores que aguardan el turno para llegar a la rotonda y escapar.

Hace poco estuve viendo en un periódico una estadística sobre las ciudades más atascadas del mundo y el tiempo que se pierde en los atascos. Decía el gráfico que, en 2017, en Los Ángeles se perdieron 102 horas y, por ejemplo, en Moscú 91. No sé bien cómo se han hecho estas mediciones y qué es exactamente lo que quieren decir, pero me doy cuenta de que esos cuatro días de vida al año dedicados al atasco no tienen nada que ver con nuestros diez minutos. Y, a pesar de todo, nos exasperamos. ¿Qué es lo que nos tiene tan enfadados?

Puede que estemos tan irritables porque no actuamos con libertad, porque nos hemos estrangulado en un papel social tan rígido, en unas obligaciones sociales, económicas y morales tan tensas, que no somos capaces de dejar el menor resquicio para que aparezca la espontaneidad. Y eso nos sitúa siempre en la línea roja del enfado. Te cuento una historia para que veas cómo funciona cuando lo hacemos al contrario. Este lunes de carnaval coincidí en una fiesta con un amigo que tiene importantes responsabilidades políticas. No es de aquí, así es que no trates de descubrir de quien se trata, porque no lo vas a adivinar. Al comenzar la noche, como no nos gustan los disfraces ni a él, ni a mí, ni a otros con los que estábamos en la fiesta, estuvimos charlando, tomando alguna cerveza y hablando de tradiciones y cosas así, viejos chascarrillos, bromas de factor común. Pero alguien en el grupo soltó la bomba: “¿Y si nos disfrazamos? ¿Y si, sabiendo que nadie espera que lo hagamos, nos vestimos y salimos a ver qué pasa?”


Te puedes imaginar lo que gozó. No hay palabras para describir lo que destapó el hecho de poder hablar con libertad debajo de su máscara con la gente de la calle. “Y es que nadie me conoce”, decía. “Puedo hablar con cualquiera y no me conoce”. Y se salió de sus rutinas. Se salió de su corsé. Y fue feliz unas horas. Es lo que la libertad esconde.

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